A 45 años de su muerte, Elvis Presley sigue siendo desde la visión de Baz Luhrmann un modelo para armar. El director australiano recurre una vez más a su estilo ampuloso, grandilocuente, hiperbólico y lleno de estridencias para mostrar que el breve y agitado paso por este mundo del Rey del Rock and Roll fue una suma de vidas soñadas que se frustraron y arruinaron mucho antes de ponerse a prueba.
Son ensayos sucesivos de una búsqueda que tal vez solo haya alcanzado la cumbre en materia musical (con la fusión inigualable lograda por Elvis entre el góspel, el rock, el country y los ritmos negros de aquél tiempo inigualable) sin que su propio artífice lo haya percibido en plenitud. Lo demás (el cine, la vida familiar, el vínculo con sus colegas y otras personalidades de la época, los viajes por el mundo) quedaron siempre para él en el ámbito de lo posible, de lo que no pudo ser. Y cuando parecía por fin encontrar el camino ya fue tarde.
Luhrmann deja a la vista ese destino fallido a través de una mirada retrospectiva básica y elemental, propia de los manuales escolares. Cada episodio de la vida de Elvis se reduce a alguna ilustración que simboliza y sintetiza todo lo demás. La pintura del vínculo del artista con su esposa Priscilla y con su padre no podría ser más pueril. En una película que dura dos horas y 39 minutos casi todo lo que vive Elvis con sus afectos familiares, con sus compañeros de ruta musicales y a través del contacto con la realidad política y social de su tiempo aparece expuesto de un modo demasiado superficial, como si su vida pudiese ser contada desde un álbum de diapositivas.
Todo esto resulta bastante curioso. A Luhrmann parecen interesarle mucho cada uno de esos detalles existenciales, pero en su visión terminan livianamente sacrificados en el altar de sus pretensiones. Lo que quiere es construir un retrato de Elvis desde el artificio de un gran musical pop en el que funciona como títere de la voluntad de otra persona. Quien maneja los hilos del Rey del Rock (y de la película) es el “coronel” Tom Parker, el hombre que le manejó casi toda su carrera desde un impulso egoísta (su propósito fundamental siempre pasaba por pagar cuantiosas deudas de juego), manipulador y despiadado.
Toda la historia se cuenta desde el punto de vista de Parker, que narra la acción en el momento final de su vida, cuando se encuentra enfermo y casi agonizante en un hospital pagando el precio de sus infinitos excesos y sin aceptar sus culpas. Parker no solo es el villano del relato. Antes que nada es un personaje muy desagradable, vulgar y casi repulsivo, rasgos deliberadamente acentuados en el modo que lo representa Luhrmann a través de la personificación de Tom Hanks, escondido detrás de una monumental masa de maquillaje y prótesis que lo muestran calvo, obeso y con serias dificultades para moverse.
Ese retrato grotesco deja a la vista que Hanks, el actor de Hollywood que mejor representa la nobleza, la autenticidad y la integridad moral en todas sus formas, es la peor elección imaginable para ese papel. Y lo demuestra con una actuación desapegada y distante, como si el desprecio que expresa su personaje se hubiese apoderado por completo del actor que lo interpreta.
El punto de vista de Parker, asumido por Luhrmann, es una cárcel de la que Elvis no puede escapar. Esa mezquina conducta condiciona hasta el momento del aparente y efímero triunfo musical que Elvis exhibe en la última etapa de su vida, cuando se adueña por completo en Las Vegas del único escenario que el falso coronel le permite ocupar a sus anchas. Allí queda a la vista todo el compromiso y la entrega de Austin Butler, mucho más cercano a Elvis en los movimientos corporales que en la voz.
Luhrmann saca a la cancha en ese último tramo de la película todo el poderío de su maquinaria audiovisual, como si quisiera mostrar que allí está el corazón del gran homenaje en forma de ópera pop que en el fondo soñó para Elvis. Ese momento final le pone además la rúbrica definitiva a la inmolación del Rey del Rock y el reconocimiento de su derrota frente al poder del “coronel”, un hombre incapaz de cualquier arrepentimiento.
La otra capitulación de Elvis, la película, es musical. Lo que queda de aquella inspirada fusión que construyó el mito del Rey del Rock aquí solo queda un pastiche de remixes y flojas versiones de grandes éxitos modificadas por cantantes de bajo vuelo. En el confuso modelo para armar imaginado por Luhrmann para contar la vida de Elvis queda nada más que un puñado de retazos sueltos.