Carlos (Darío Grandinetti) es un argentino radicado desde hace mucho tiempo en España, donde ha formado una familia con su esposa Elvira (Pastora Vega) y una hija ya adulta. Alguna vez un muy famoso bailarín de tango ahora reciclado en actor de series, el protagonista recibe un llamado y viaja de urgencia a Buenos Aires. Le dicen que Margarita (Marcedes Morán), quien fuera su pareja artística (y por momentos afectiva), ha muerto. Pero, tras el funeral, su viejo amigo Pichuquito (Jorge Marrale) lo lleva hasta un club de barrio donde se encontrará con que ella no solo no ha fallecido sino que le informa que ambos han tenido un hijo ya casi cuarentón que vive en Mendoza y al que ella quiere y le propone (re)encontrar.
Más allá de los reparos inicales de Carlos (un típico cascarrabias y dueño de un cinismo que le permite controlar y tapar sus verdaderas emociones), los tres parten a bordo de una vieja y destartalada furgoneta con la que solían salir de giras. Se inicia así lo que es el corazón de la película, una road movie llena de peripecias, desventuras, contratiempos, situaciones íntimas y confesiones que tardaron demasiado tiempo en hacerse.
Los trayectos y las historias de los personajes de esta historia sobre reencuentros que reivindica y exalta esos amores que trascienden tiempos y distancias luce por momentos un poco obvios y recargados, pero la ironía y el humor negro compensan ciertas dosis por momentos excesivas de sentimentalismo y costumbrismo a partir de tres notables interpretaciones que logran dotar de fluidez, ternura y empatía a conflictos que en varios pasajes están incluso al borde del ridículo.
Si como guionista Seresesky tiene cierta tendencia al subrayado y la sensiblería, como directora se muestra no solo como una sólida narradora sino también como alguien capaz de darle a sus intérpretes el espacio y el contexto necesarios como para que expongan todo su talento y expresividad.