"Empieza el baile": ¿todo pasado fue mejor?
La realizadora Marina Seresesky despliega un arco dramático que recuerda a los de Juan José Campanella, además de una impronta costumbrista anclada en otras épocas del cine argentino.
No hay mucho baile en Empieza el baile. Los movimientos corporales coordinados son, en todo caso, cuestiones de la historia en común de Carlos, Margarita y Pichuquito, pareja de tango y bandoneonista, respectivamente, que supieron forjar una relación que trascendió lo laboral para convertirse en una amistad que no logró sortear los escollos del tiempo y la distancia. Todos los recuerdos de la fama y el éxito se materializan en la cabeza de Carlos (Darío Grandinetti), que hace largos años vive en España, apenas recibe un llamado de Pichuquito (Jorge Marrale) desde la Argentina para anunciarle la mala nueva: sola, deprimida y sin contención de ningún tipo, Margarita (Mercedes Morán) se suicidó. Su viejo compañero de pistas arma las valijas para volver al terruño y dedicarle unas sentidas palabras en el velorio, donde también se reencuentra con el músico que los acompañó en giras a lo largo y ancho del mundo, el mismo que lo lleva a recorrer varios lugares propios de aquel pasado, incluyendo el lugar donde vivía Margarita.
Dos situaciones sorprenden a Carlos: la primera, que ella haya vivido sus últimos años en un cuartito detrás de la cancha de fútbol 5 de un club de barrio; la segunda, que detrás de una cortina aparezca… Margarita. ¿Acaso Empieza el baile es una drama romántico-fantástico alla Ghost? Nada de eso, pues la mujer es de carne y hueso y su muerte, fingida, porque ya no le quedaba nada. O casi: tiene una deuda pendiente –que para evitar spoilers no se adelantará– en Mendoza que lo involucra directamente a Carlos. Más allá de su reticencia inicial y la excusa de que debe volver al Viejo Continente, acepta el pedido de ella y su amigo: que los acompañe hasta la provincia del vino a bordo de una vieja Volkswagen Kombi, ese vehículo cuadrado y de ruedas pequeñas muy similar a la utilizada por el perro Scooby Doo y su grupete de humanos.
Así se enciende la mecha de esta road movie que, como mandata el subgénero, someterá a sus protagonistas a un sinfín de escollos y situaciones de todo tipo, desde un intento de ayuda que termina en robo hasta una indeseada invitación a un evento policial, pasando por desperfectos técnicos en el vehículo. Todo esto, mientras el terceto abre sus corazones y pone en común anécdotas y sentimientos silenciados durante décadas, siempre con un paisaje cada vez más montañoso de fondo. Un telón ideal para que la realizadora Marina Seresesky despliegue un arco dramático que por momentos recuerda a los de Juan José Campanella, en tanto la película está permeada por esa idea de que todo pasado fue mejor y que el presente resulta injusto con los antecedentes de ellos, además de una impronta costumbrista anclada en otras épocas del cine argentino.
Del responsable de Luna de Avellaneda –no parece casual que Margarita viva en un club de barrio– toma la impronta y la matriz de los personajes: Carlos es el tipo recio y algo agreta, pero de buen corazón; ella es una mujer doliente y aquejada por la culpa, y Pichuquito, portador de una bonhomía, sensibilidad y predisposición para lanzar algún chiste ante cualquier incomodidad, una criatura que podría haber interpretado Eduardo Blanco. Hay, también, revelaciones de todo tipo, incluyendo enfermedades terminales y alguna muerte repentina destinada a despertar la piedad del espectador.