En “Empleadas y patrones” del panameño Abner Benaim lo primero que impacta es la universalidad de los conflictos planteados. Filmado en su país, los personajes y su situación resultan extensibles a otros países de América Latina.
Se trata de una curiosa colaboración entre dos naciones algo distantes: Panamá y Argentina. La participación de nuestro país incluye entre otros a su productor ejecutivo (Alejandro Israel), a la empresa de producción Barakacine (Marcelo Schapces) y a otros rubros técnicos como la dirección de fotografía (Alejandra Martín) y la música (Pedro Onetto).
El inicio, con proliferación de cabezas parlantes tanto de empleadas domésticas como de sus patrones, puede inducir a más de un espectador a temer que lo que va a ver será uno más de tantos documentales convencionales y de escaso interés y originalidad. Pero nada más lejano de ello es lo que ofrecen en cámara las presentaciones de varios personajes, que en su mayoría volverán a aparecer luego “en acción”. Hay entre ellos una voluminosa mujer de raza negra (Rosa), que fue contratada como niñera y que se queja porque su patrona la llama a altas horas de la noche para aportarle un vaso de agua. Como Rosa bien dice “los tiempos de los esclavos ya pasaron” y acto seguido hace una muy cómica observación que alude a flatulencias, dicha en su propia jerga.
Del lado de los patrones, los hay de muy variado fondo aunque predominan los que se quejan por el comportamiento de las domésticas. Una de ellas incluso deplora que sus empleadas todo lo hagan “por dinero y muy pocas de corazón y con amor”. Es difícil imaginar que las empleadas sientan afección alguna por quienes las someten al uso de uniformes, al aprendizaje de las “reglas de la casa” (incluso en cursos) y al indigno uso de las temibles campanitas, que aún hoy se utilizan (en nuestro país) en hogares de clase alta.
Pero en donde ocurren fenómenos dispares, que ocupan un porcentaje importante del metraje, es en la relación entre empleadas e hijos/as de los patrones. Hay al menos tres casos, el primero de los cuales presenta a una nena que parece víctima de un ataque diabólico que la impulsa a tirar por el aire sus juguetes. Total, la empleada después los deberá ordenar. Hay otro, algo sobreactuado, en que un niño histéricamente pide un vaso de agua, que nos recuerda a una situación antes referida. Y una tercera, que a modo de balance o compensación muestra a una niña llorando desconsoladamente cuando la empleada debe irse. De los tres es el más convincente no tanto por los gritos de la pequeña sino porque ilustra un fenómeno bastante habitual de afecto que se genera entre ambas partes.
Finalmente la película no soslaya otra situación habitual que genera la relación entre empleadas y sus patrones e hijos. Nos referimos a cuestiones sexuales, como lo ilustra el discutible comentario de un ex niño que recuerda cuando apenas tenía cuatro años y se bañaba con la “nana”, como la suelen llamar en Panamá y otros países de América Latina. La película no se explaya demasiado en este tema prefiriendo concentrarse con razón en las víctimas mayores de esta conflictiva relación. Las tocantes imágenes de cierre muestran a las empleadas, solas en sus humildes y a veces miserables cuartuchos, y explican por si mismas porque la forzada convivencia no puede ser “por amor y de corazón”.