En el barrio (In The Heights) está interpretada por un elenco joven, latino, de ritmo en la sangre y sangre caliente; sin embargo, el primer beso que se ve en pantalla ocurre a los 114 minutos, y ni siquiera es el de la pareja protagónica: para que Vanessa y Usnavi se atrevan a dar ese paso (en realidad es ella quien lo hace, y gracias al champagne) habrá que esperar otros seis minutos, es decir, a las dos horas de película sobre un total de 2 horas y 23 minutos. Para los tiempos previos a la pandemia, cuando fue su rodaje, resulta demasiado; ni siquiera Lolita Torres, quien exigía por contrato que no hubiera besos en sus films, llegaría hoy a tanto (como tampoco a superar los 90 minutos perfectos que duraban los suyos). Y algo más: en ambos casos son besos pudorosos, breves, como para salir del paso; hasta los flemáticos ingleses de Downton Abbey besaban mejor que estos latinos de fuego en la sangre.
No es sencillo diagnosticar la sequedad de sentimientos en In The Heights. Tal vez haya que recordar la frase de Robert Benchley, uno de los más lúcidos cofrades de los parroquianos del Algonquin: “La ópera es ese género en el que cuando un personaje es apuñalado por la espalda, en lugar de sangrar canta”. En Broadway, origen de esta obra de Lin-Manuel Miranda, el artificio es similar ya que sus personajes, como en todo musical, no sólo reaccionan cantando a todo lo que les ocurre sino también bailando.
Y es aquí donde vuelve a darse el eterno conflicto de los musicales llevados al cine cuyas puestas dramatizan, de manera realista, lo que les ocurre a los personajes en los momentos no cantados. Es un híbrido que nunca se llevó bien ni con la verosimilitud ni con los gustos de cada espectador (salvo que se sea Stanley Donen o Bob Fosse, por supuesto, que no es el caso de Jon Chu, director de esta película): aquellos que gozan con los musicales (o con las óperas) sólo quieren canto y baile; aquellos que prefieren lo dramático siguen la historia con el miedo de que cualquiera se ponga a cantar en el momento más tenso, como quien teme un ataque de epilepsia.
In The Heights, como se dijo, es un exitoso musical cuya versión para el cine, al menos en su primera semana de exhibición en salas y HBO Max en los EE.UU., estuvo lejos de alcanzar el mismo fervor (sólo 11 millones de dólares de recaudación en boletería). Su historia cuenta las esperanzas, sueños, frustraciones y logros de la comunidad latina en Washington Heights, distrito de Nueva York con amplia población de ese origen. El barrio se encuentra en el extremo norte de Manhattan, más allá de Harlem; una zona a la que llegan muchos turistas (o que llegaban, cuando se podía viajar) porque allí está The Cloisters, el más importante museo de historia medieval de los Estados Unidos.
Protagonista y relator es Usnavi (Anthony Ramos), el buen muchacho que vive alimentado por sueños de progreso que, en realidad, son herencia de los de su padre dominicano, quien bautizó de tal forma a su hijo porque al llegar al puerto de Nueva York la primera nave que vio decía US Navy. En el barrio, o más específicamente en la cuadra (“the block”, tal como la llaman), se concentran soñadores provenientes de toda la cintura cósmica del sur, quienes sueñan mejor allí que en sus respectivas patrias. Hay dominicanos, puertorriqueños, salvadoreños, venezolanos, chilenos; inclusive representantes de quienes descendieron de los barcos, aunque no los veamos (pero está la bandera y son mencionados).
La muchacha que le gusta es una empleada de peluquería especializada en pintar uñas de manera creativa, Vanessa, a quien interpreta la actriz Melissa Barrera. Podría uno ceder al chiste fácil y decir que, al principio, el amor no correspondido de Usnavi es un amor sin Barrera, pero el famoso musical de Robert Wise y Jerome Robbins de 1963, también ambientado en la comunidad latina de Nueva York (aunque en una zona más paqueta como el Upper West Side), tiene más de una diferencia con In The Heights, más allá de la maravillosa partitura de Leonard Bernstein.
Pocas adaptaciones de “Romeo y Julieta” para el cine tuvieron la gracia y el vigor de West Side Story/Amor sin barreras: el conflicto planteado por Shakespeare, ese contemporáneo nuestro como nos recuerdan Harold Bloom y algunos noticieros de TV, no sólo es vigente sino también universal. En cambio, a los conflictos regionales de los musicales de Lin-Manuel Miranda, tal como les ocurre a sus personajes, se les hace difícil abandonar los Estados Unidos: es improbable que el anterior e igual de exitoso Hamilton se represente en muchos otros escenarios fuera de Broadway.
Los conflictos de In The Heights son parroquiales, cuando no un poco mezquinos, y ni siquiera están planteados con la fuerza necesaria. No es fácil sentir demasiada empatía por los destinos de esos vecinos, ni por sus sueños en Manhattan, cuando se tiene en cuenta cómo se vive hoy en el resto de la Patria Grande. Hasta el desenlace del film es un tanto miserable y si no fuera por aquel asunto del spoiler hasta lo contaríamos.
Algunas coreografías, algunos números musicales colectivos filmados a lo Busby Berkeley por el señor Chu son irreprochables, y deleitarán a quienes gustan de este “candy para la vista”. Hay inclusive un homenaje a Boda real, la película en la que Fred Astaire desafía la gravedad y baila sobre las paredes y el techo de su habitación; aquí lo hace una pareja sobre el exterior de un edificio de departamentos, y es justamente cuando se produce el primer beso de la película. Eso recuerda aquella definición del baile que dice que es la práctica vertical de un deseo horizontal, aunque en este caso la horizontalidad sólo inspire un pudoroso roce de labios.