Historias que persiguen ballenas
Con una construcción formal que apela a la espectacularidad, la película zarpa para buscar su ballena blanca. Una de las mejores del director: aventura, diversión y clima intimista.
A Hollywood se le pueden reprochar muchas cosas, y al cine de Ron Howard prácticamente todas. La vacuidad de los estrenos habituales tiene en sus películas antecedentes claros: Apolo 13, Ed TV, Una mente brillante, El Código Da Vinci, entre otras. También es cierto que hay cierta vena narradora que le vuelve, a veces, disfrutable. Sólo por eso puede verse Rush: pasión y gloria, pese a la corrección política que la corona.
Si bien esto está más o menos presente en En el corazón del mar, será justo decir que tal vez sea una de sus mejores películas. A propósito, vale recordar que otra de ellas es Frost/Nixon: La entrevista del escándalo. Pero a diferencia de ésta encerrada entre cuatro paredes de match televisivo En el corazón del mar zarpa para transcurrir en aguas abiertas. Hacia fuera pero, sobre todo, hacia dentro.
Sucede que Herman Melville (Ben Wishaw) viene tras el rastro de una historia oída a medias. Se trata del hundimiento del ballenero Essex en 1820, víctima de un cetáceo gigante. Lo sucedido está guardado muy adentro de quien fuera el grumete, ahora casado pero solitario, con el tiempo dedicado a armar barquitos dentro de botellas. Melville insiste, necesita que el barquito salga de la botella. Pero hay un límite, le advierte Nickerson (Brendan Gleeson), que una vez alcanzado hará interrumpir la historia.
De esta manera, tan clásica, la película desoculta lo que anida en el narrador, mientras el espectador se zambulle en la búsqueda de aceite y esperma de ballenas. Varias aristas, a la vez: el negocio, por el lado industrial; la aventura, para Nickerson; el trabajo, para el primer oficial Owen Chase (Chris Hemsworth); la literatura, para Melville.
Si la relación entre narrador y narratario es la que posibilita que el Essex vuelva a zarpar, a bordo suyo el dilema replicará entre Owen y el capitán Pollard (Benjamin Walker): sea por las procedencias sociales diferentes, como también por las decisiones tomadas y las respuestas a sus órdenes.
El primer oficial está en un brete, entre los reclamos de su mujer embarazada de un hijo que él no verá nacer y las promesas raídas de su empleador. La confianza de Chase en ser el capitán del Essex es rápidamente desoída, mejor el nombre Pollard, con alcurnia en la tarea y estatus de etiqueta. Chase, en cambio, vive en el campo, tiene una granja modesta, sueña ser patrón de sí mismo.
El duelo entre ambos esencia del cine norteamericano tendrá uno de sus primeros combates en alta mar, durante un cielo tormentoso, para que capitán y primer oficial disputen y den pie a una escenificación espectacular: el Essex contra la furia de Neptuno. El guión hace replicar cuantas veces necesita el duelo primero, entre Nickerson y Melville. De esta manera, una vez salido el barquito de la botella soplo vital para las velas de la historia, el relato se multiplica como ondas expansivas.
El límite de altura lo marcará la aparición de la ballena, precedida por momentos más gratos, que dicen sobre lo que será su reverso. Llegado el film a la instancia mayor, podrá entonces comenzar su descenso, sea desde lo espectacular, sea desde lo numérico: las muertes crecen y el alimento decrece. Así, la película de Howard se inscribe, en un primer momento, en un género cinematográfico de esplendores que remiten a piratas y aventureros, luego decae decidido en otro terreno, de a poco insondable. El límite alertado por Nickerson está cerca.
Ahora bien, será fundamental decir lo que hasta ahora se alude. En el corazón del mar sólo araña el espíritu de Moby Dick. En todo caso, se trata de un film conciente de esa empresa imposible. Sólo un Ahab reencarnado, como lo era John Huston, pudo haberla acometido: en 1956, con Gregory Peck (tironeado entre Huston y Ahab), y Ray Bradbury en guión (autor del sermón con el cual el sacerdote que compone Orson Welles despide a los marineros que se hacen a la mar. Magnífico. Bradbury relata su experiencia en Sombras verdes, ballena blanca).
En este sentido, no puede pedírsele a Ron Howard una versión del libro de Melville sino, en todo caso, una mirada empática. Puesto que Hollywood es el cine de la simplificación y esto no es un desmérito, cuidado, su película tiene aventura, diversión, gran espectáculo, y un clima intimista que va bien porque lo compone ese otro ente gigante que es Brendan Gleeson, justo contrapunto para Ben Wishaw, otro grande precoz.
Una vez transpuesto el umbral que Nickerson anunciaba como límite, hay un par de momentos uno de ellos sobresale que ponen en riesgo la normativa habitual en el cine de Howard; esto es: su corrección y blandura. La crudeza se siente y los ecos del Arthur Gordon Pym de Poe están por allí, con sus horrores. Sólo sobre el desenlace, con la tierra bajo sus pies, la película remitirá por fin a la complacencia. Con un "mensaje" que toca el respeto por el medio ambiente, casi como un acto de conciencia que busca hacer sentir la ballena perseguida. Y esto es muy interesante, porque si Hollywood no puede menos que ser correctísimo ante algo hoy condenable subsumiendo la fascinación por contar historias a la moralina, se sabe que antes no lo era.
Al respecto, quien firma la nota no olvida el impacto que le produjo Infierno bajo cero, vista por la tele alguna vieja tarde (así como Rinkel, el ballenero, de Tulio Lovato, leída en Anteojito): las imágenes documentales de la faena ballenera, incrustadas como parte del relato, eran terribles. Y el asunto no era de ningún modo atenuado, sino sobrevalorado. Alan Ladd era el protagonista. En el guión figuraba Max Trell, el "adaptador" de varios libros del Príncipe Valiente de Hal Foster. Esos libros se editaron en Argentina en la colección Robin Hood, de Acme. Allí también figuraba Moby Dick: la tapa de Pablo Pereyra recreaba el rostro del Ahab de Gregory Peck.
Sólo la ballena de Melville permite estos virajes temporales.