Digamos que la situación –o la trama, aunque la trama incluye otras cosas– es simple: un pueblo atacado por tornados impresionantes, destructivos, ciegos, vertiginosos; malévolos, para decirlo claro. Y ese pueblo, o por lo menos aquellos habitantes que podemos conocer, trata de sobrevivir. Algunos lo logran, otros no, y lo que debería importarnos en una película es tanto compartir la experiencia de los personajes como su suerte. También hay algunos locos que quieren filmar lo imposible y arriesgan la vida por una imagen. Curiosamente, la película representa una paradoja, dado que el realizador trata de encontrar la imagen más asombrosa y shockeante posible desde la seguridad de una oficina de efectos especiales. Pero eso no es un gran problema, no en la medida en que nos creamos lo que sucede en la pantalla. Y eso sucede bastante en las secuencias de acción y mucho menos en las “actorales”. A diferencia de su modelo –la subvalorada Twister, film libre y feliz como pocos en las últimas décadas– aquí lo único que vale es la sensación física: ni siquiera cabe el asombro de las imágenes. Aunque, en ese terreno de lo abstracto y movedizo, “En el tornado” funciona bastante más que bien. En última instancia, todo es sobre el espectáculo, sobre qué nos asombra, qué nos conmueve y qué experiencia buscamos en una película porque no podemos vivirla en lo cotidiano. Y en ese sentido, la película provee lo necesario.