Hay que abrirle la puerta al pasado
El desparejo Francoise Ozon urde un nuevo juego narrativo. La tensión entre realidad y ficción sostiene el andamiaje argumental de otro filme elaborado con el estilo distante y sobrador de quien maneja a sus enigmáticos personajes como si fuera un teatro de títeres. Hay un profesor de literatura medio aburrido que empieza a inquietarse con los relatos de uno de sus alumnos. En esos textos, el chico, de clase baja, fantasea con poder meterse en la casa de un compañero, que tiene un buen pasar y una linda mami. El profesor y su esposa –la siempre atractiva Kristin Scott Thomas- siguen ese relato con interés. Y el chico redobla la apuesta: ¿quiere meterse en la vida hogareña de ese compañero y también en la de su maestro? El profe le cree todo, también lo alienta a ir más allá, incluso a buscar mentiras si eso sirve para el relato (¿y para la vida?). El filme juguetea con esos imponderables y deja algunas preguntas: ¿el receptor prefigura y corrige el texto original? ¿El estímulo es una forma de manipulación? ¿Y hasta dónde la literatura es parte de un juego riesgoso entre los que hacen, los que reciben y los que incitan? La idea es interesante, pero cuesta encontrarla. La mirada liviana de Ozon, la confusión entre fantasías y sucesos y la escasa emoción que despiertan sus criaturas, no ayudan. El sorpresivo final la suma más interrogantes a otro filme incierto y retorcido.