El espía de las letras
A veces ciertas películas francesas producen un inexplicable entusiasmo. Un poco de literatura, la cuota infaltable de vilipendio de las costumbres y un mohín de estilo vía algún plano elegante: el amante del cine arte reconoce la presunta calidad de la película.
François Ozon tiene chapa: se ha metido con Fassbinder, revisitó recientemente de forma indirecta al Buñuel francés y aquí parece canalizar el fantasma de Claude Chabrol y no tanto de Hitchcock, como se ha dicho, a pesar de que el plano final invita a pensar que En la casa es un remedo secreto de La ventana indiscreta.
¿Es mala la penúltima película de Ozon? No, de ningún modo, pero tampoco es la séptima maravilla. Es toda una evidencia que ganara en San Sebastián, un festival Clase A reconocido por la invariable mediocridad de su competencia oficial. El tema de fondo es un tópico del cine galo: el desprecio de clase. El argumento: un joven que vive con su padre lisiado es posiblemente el único estudiante con talento literario en un liceo parisino. Su profesor de literatura viene de leer a Schopenhauer en las vacaciones, y ningún signo a su alrededor indica que este nuevo ciclo lectivo encontrará algún motivo para entusiasmarse con su profesión. Con tres planos Ozon sintetiza el hastío del profesor. Lógicamente, será ese joven quien capturará la atención del docente, hasta convertirse en su obsesión.
El maestro es Germaine; el discípulo, Claude. ¿De qué escribe el discípulo? Sus deberes de clase son capítulos de una novela. La imaginación no alcanza para hacer literatura, al menos no para Claude, cuya fuente de inspiración es la vida familiar y normal de un compañero de curso. El voyeurismo se duplica: lo que Claude ve y describe en sus propios términos mientras desarrolla un estilo es la película en sí. Ve y escribe, el maestro lee y comenta con su esposa (que dirige una galería de arte contemporáneo); después llegan las sugerencias. ¿Qué se puede esperar? Sufrimiento y seducción, y la infaltable vuelta de tuerca.
No está mal En la casa, pero tampoco está tan bien. Es fácil filmar (y escribir) desde el desprecio. La clase media sin mucha cultura es grasa, según Ozon, y los cultos son una tribu no menos ridícula y exasperante: no tienen el talento de quienes admiran, y legitiman cualquier objeto banal resignificándolo como obra de arte; para eso está la subtrama del posible despido de la mujer del profesor de la galería de arte: la sensibilidad burguesa apesta.
Hay algo de Woody Allen en Ozon, y de ahí la cita explícita en un pasaje del filme. La disección del imaginario de clase requiere una lucidez que incluya al observador. Aquí, Ozon, como Allen, está por encima de todos sus personajes. Es un demiurgo convencido de su superioridad que se ríe de la debilidad de sus criaturas, pero que es incapaz de percatarse de su ostensible ampulosidad para enunciar su desprecio. El hechizo de estos cineastas consiste en hacerle creer al público que los personajes no son sus congéneres, una forma aviesa y sutil de demagogia.