El imperio de las imágenes
A partir de la instalación del 3D como objeto de consumo del cine mundial, si hay algo que se puso en crisis fue la pertinencia de las imágenes. Claro, las imágenes ya se habían puesto en crisis con la irrupción del CGI allá por fines de los años 80’s, pero esta es una escalada más en ese lenguaje en constante movimiento al que parece que -agotados muchos de sus recursos- solamente se puede sacudir a través de los progresos tecnológicos: ¿cuáles son los límites de lo virtual? ¿Hasta dónde la utilización de esas imágenes puede reemplazar lo real? ¿La simulación artificial logra sustituir el peso de lo material? Robert Zemeckis indagó en ese aspecto a partir de su incursión en el cine animado con captura de movimiento, una técnica con un potencial infinito pero que carece aún del componente humano y resulta sumamente frío. Llamativo, porque Zemeckis ha sido desde siempre un especialista en el uso de la tecnología, innovando en algunos terrenos y logrando que el cuento se imponga siempre. En la cuerda floja es su acercamiento al 3D en un film de acción real.
La historia de cómo allá por los 70’s el funámbulo Philippe Petit logró cruzar las dos Torres Gemelas por un cable de metal suspendido a 110 metros de altura, es un material notable desde lo visual para que Zemeckis imponga con su criterio habitual una serie de imágenes notables que logren subyugar por su belleza. Claro está, el imperio de la imagen es el sometimiento de la palabra: así es como la película se potencia cuando apuesta puramente al virtuosismo visual de su última parte y pierde cuando se deja ganar por un tono decididamente naif y algo bobalicón con el que se cuenta la historia de Petit hasta llegar a esa instancia histórica.
El problema principal de la película es que en la despareja lucha de fuerzas, esa primera parte del relato es bastante pobre desde la construcción de personajes y situaciones, recorriendo con poco brillo algunos momentos supuestamente formadores del equilibrista: el innecesario biopic, que siempre busca una explicación psicologista a todo. En la cuerda floja está atravesada por el relato oral a cámaras del propio Petit (un sobreactuado Joseph Gordon-Levitt), quien cuenta cómo es que llegó a obsesionarse con cruzar las dos Torres Gemelas. En defensa de Zemeckis hay que decir que es más que evidente, desde los tonos pasteles de la imagen hasta lo ampuloso de las actuaciones, que apuesta por un cuento demodé, por una recreación nostálgica e ingenua del pasado, invocando de alguna manera una parte del Hollywood clásico que concebía historias con una vitalidad propia del multitarget. Evocación que no resulta del todo lograda porque la cruza del cuento con el biopic es decididamente fallida (son dos códigos totalmente disímiles que requieren mucha precisión para trabajar juntos), y que por poco liquida las ambiciones de Zemeckis.
Pero el director de Volver al futuro sabe que en verdad fuimos al cine por eso que ocurrirá en la última hora (y nos preguntamos por qué no se ahorró todo ese innecesario prólogo), que es la preparación y finalmente el cruce sobre las Torres Gemelas. Ahí es donde Zemeckis impone su poder de gran narrador, haciendo equilibrio con su inteligencia para manejar la tecnología y apropiársela a favor del relato. El director crea imágenes sumamente poéticas, construye climas notables y trabaja lo físico con enorme potencia. En esa segunda parte del relato, que se construye a puro ritmo sobre la base de aquellas películas europeas sobre grupos de profesionales y golpes maestros, es donde Zemeckis resuelve una de las incógnitas mayores que tiene el espectador: ¿para qué vamos al cine? No hay una razón, si no varias. Y una de esas razones es, sin lugar a dudas, la experiencia que podemos vivenciar a partir de imágenes novedosas que nos involucren a través de las sensaciones: y el vértigo y el peligro en la película son algo real. En la cuerda floja no precisa la palabra (de hecho cuando llega, viene a romper el clima que se genera con Petit sobre la cuerda, al igual que la obvia e innecesaria musicalización) porque el vínculo que establece con el espectador es puramente físico: y así es como justifica no solamente el uso de las tres dimensiones, sino además el hecho de ir al cine y ver una historia en pantalla grande. En sus mejores momentos, En la cuerda floja es un gran espectáculo construido con las imágenes justas, realistas pero a la vez imaginativas, tan fantásticas como verosímiles; imágenes hechas con la certeza de que tienen la capacidad intrínseca de transmitir sensaciones.
Y como si fuera poco, a partir de esa fisicidad -y no por las empalagosas palabras de su protagonista-, es que En la cuerda floja encuentra su tema: un homenaje a las Torres Gemelas. No un homenaje desde una perspectiva nacionalista, sino más bien a su iconicidad; una iconicidad que es una demostración prepotente de cómo el ser humano construye (edificios, eventos, emociones) desde un sentido de eternidad inconsciente, sin caer en cuenta de su inevitable finitud. Es el espíritu de trascender a ese cruento final lo que lleva, tal vez, a los grandes acontecimientos. Como el viaje de Petit para llegar hasta allí arriba, el de Zemeckis para encontrar su película se hace algo tumultuoso y traumático. Pero el suspenderse en el cielo, la sensación de estar ahí arriba, es algo inigualable; y algo que se logra a partir del nivel de perfección que alcanzan hoy las imágenes y que un artesano como Zemeckis sabe trabajar con sabiduría.