Poética de la tecnología.
Cuando Philippe Petit cruzó de una Torre Gemela a la otra caminando sobre una cuerda floja en 1974, lo primero que le preguntaron los periodistas fue “¿por qué?”. “Era una pregunta muy norteamericana”, cuenta el funámbulo. “Hice algo magnífico y misterioso y recibí un práctico ‘¿por qué?’ Y la belleza de todo esto es que no tenía un por qué.”
Así relata su historia el mismo Petit en el fantástico documental de 2008 Man on Wire, obra que ganó el Oscar (estatuilla que el acróbata luego balancearía sobre su pera). Siete años después, Zemeckis decidió aventurarse en el desafío de contar esta historia con En la Cuerda Floja, lo cual se presentaba como un objetivo de lo más complejo. Y es que Man on Wire no es solo un buen documental por su elegancia, sino principalmente porque Philippe Petit es un personaje que se construye a sí mismo, y maravillosamente bien. Es un hombre de muchas palabras, un poeta por sobre un acróbata. El documental además cuenta con un material de archivo envidiable, que va desde fotos de Philippe cruzando la cuerda floja hasta videos de cuando fue arrestado por la policía.
La pregunta entonces es por qué. ¿Por qué eligió Zemeckis este desafío de contar una historia que ya fue contada por su mismo protagonista, y bien? Quizás es para intentar un regreso que ya muchos consideran imposible, o simplemente para ir por lo seguro: al ya conocer la historia sabemos lo espectacular qué es, y la premisa por sí sola es más que suficiente para atraer a más de uno a la sala.
Pero quizás la clave aquí sea citar al mismo Petit: Zemeckis hizo algo bello; no hace falta encontrar un por qué. La película tiene sus defectos, desde ya. El uso de la voz en off se siente forzado y molesto, y la imagen de Philippe contando todo desde la Estatua de la Libertad se torna ridícula muy rápidamente. Los diálogos de a momentos son cursis y cliché. Pero los personajes se vuelve entrañables fácilmente, y la película ofrece un trasfondo de Philippe ausente en el documental, el de sus días como aprendiz en un circo. Todo lo sucedido en la primera mitad de la película está bien, pero no es nada excepcional.
Y luego: la caminata que le da nombre a la obra. Aquí yace la belleza del film, el logro de Zemeckis: el de poner en escena “el” momento que ningún aparato del momento logró capturar. En la Cuerda Floja es la tecnología de nuestra época rindiéndole homenaje a la magia que hizo Petit en los 70. Es lo que siempre quisimos ver. Pero más que nada, es un momento en tono con Philippe como personaje, lleno de vértigo y poesía, más cerca de apreciar la belleza del acto que la picardía del espectáculo. Es una escena larga y disfrutable hasta su último minuto, en la que sentimos vértigo cuando pone un pie sobre la cuerda, y tranquilidad cuando vemos en él la paz que siente en ese infinito de nubes por sobre el que camina. Me atrevo a decir que la película vale solo por su poder técnico (y, por qué no, poético) de mostrar ese momento, de relamerse en él: no escatimar ni un segundo. El uso del 3D es impecable, dato no menor en épocas en las que esa tecnología es abusada a veces por el solo hecho de tenerla al alcance de la mano.
En la Cuerda Floja, sin la caminata, es una película simpática, decente. Pero con ella vale cada uno de sus minutos de duración. Y esto, que puede leerse como una debilidad, también puede verse como un testimonio de la belleza de un momento, del poder que encierra un solo acto de arte que rápidamente se torna en acto de comunicación.