Chapada a la antigua Como buenos ladrones de bancos, Forrest Tucker y su pandilla tienen un modus operandi muy claro: entran al lugar elegido, piden hablar con el gerente, muestran su arma con una parsimonia de lo más respetuosa y solicitan, muy amablemente, que se les coloque un montón de dinero en su maletín marrón claro. Todos los empleados de los lugares elegidos se sorprenden al entender que están siendo asaltados por ciudadanos de la tercera edad, encarnados por nada más ni nada menos que Tom Waits, Danny Glover y Robert Redford. Pero lo que todos estos robos tienen en común, lo que los destaca por sobre los demás, es la gentileza con la que son llevados a cabo. Ese es el detalle que se repite, invariablemente, en los relatos de las víctimas: que Tucker fue, después de todo, un verdadero caballero. Un ladrón con estilo cuenta la historia real de Forrest Tucker, convicto histórico que se pasó toda su vida saliendo y entrando de la cárcel en distintas puntas de los Estados Unidos. Famoso principalmente por su escapada épica de San Quentin a sus 70 años, Tucker cumplió pocas de las decenas de condenas que recibió en su totalidad, y logró escapar con el mismo encanto y la misma calma con la que consiguió entrar en primer lugar. La película cuenta su historia después de aquella epopeya, y nos lleva a recorrer los distintos bancos que cayeron víctimas de su astucia. En el medio de una fuga tras el primero de estos robos, Forrest conoce a Jewel, una viuda de su edad con un fanatismo por los caballos, una calma casi zen y una sonrisa fácil ante todo comentario astuto del seductor caballero que es Tucker. The old man & the gun, así, oscila entre el retrato criminal de un eterno prófugo y las postales de una pareja que se encuentra para acompañarse en un momento muy peculiar de la vida. En este punto, Spacek se destaca con una actuación honesta y preciosa. Un ladrón con estilo es un clásico relato de gato persiguiendo al ratón, concretado por el detective John Hunt, un hombre algo triste y resignado que encuentra en esta caza un motivo para reconectarse con su profesión elegida. Cabe destacar la obviedad de su nombre: Hunt significa “cazar” en inglés. Un ladrón con estilo es, precisamente, así de clara e incluso obvia. Esto no quiere decir que sea predecible y aburrida, sino que honra la vieja fórmula de aquellas películas chapadas a la antigua, donde es solo uno el detective que logra entender los códigos del astuto criminal, y donde el vínculo de rivalidad que esta realidad debería generar se convierte casi en uno de complicidad. La película decide presentar un aspecto harto interesante de esta clásica caza a través del personaje de la hija pequeña de Hunt, quien desea que su padre no dé con el ladrón porque luego no tendrá a nadie a quien buscar, poniendo en evidencia el loop casi necesario en el que deben mantenerse tanto criminal como policía para encontrarle un sentido a sus vidas. El objetivo nunca es escaparse o encontrar a quien se busca sino, más bien, tener algo de qué escapar, y alguien a quién buscar. Por otro lado, el personaje de Tucker en sí mismo es, también, un criminal chapado a la antigua, un hombre que utiliza su intelecto por sobre su violencia para escabullirse por las rendijas de la ley. En un retrato adorable de un criminal al que no se llega a glorificar pero sí, en total medida, a perdonar, Redford encuentra lo que fácilmente puede ser su despedida del cine. Sería un final digno de un caballero. Y es que Un ladrón con estilo es como todos los robos de los que trata: es simple, efectiva e incluso enternecedora, pero no es espectacular. Con una excelente musicalización y un gran trabajo de cámara, la película jamás aburre. No cambiará vidas, pero sí las entretendrá aunque sea por dos horas. Como todos los robos de los que trata, la película entra a la pantalla buscando generar un efecto y produciendo precisamente eso, sin estruendos ni desprolijidades. Con ladrones así, da gusto ser la audiencia a la que le roban un par de horas de su vida.
Proyecto Florida: El lado B de Disney En algún lugar remoto de Florida existe un mundo que no llega a los folletos de turismo. A tan solo algunos kilómetros de Orlando habitan miles de personas para quienes el prospecto de pisar Disney es un imposible. Sin embargo, a la hora de hacer una película saturada en colores pastel y repleta de aventuras y alegrías infantiles, fue este lado B el que Sean Baker decidió retratar. Proyecto Florida cuenta la historia de Moone y su pandilla, un grupo de niños que viven en el motel Magic Castle en Kissimmee, Florida. Con tan solo seis años, deberán hacer de su entorno un parque de diversiones para sobrevivir al largo receso escolar que tienen por delante. Por otro lado, la madre de Moone, Halley, debe enfrentar la odisea semanal que es pagar el alquiler de la habitación. La película relata un sinfín de travesuras por las que pasarán las criaturas mientras muestra, a la vez, lo difícil que es la vida para una mujer de pocos recursos como Halley. Proyecto Florida es un acierto de principio a fin; son muchos los terrenos en los que Baker triunfa al relatar esta historia. En primer lugar, es un retrato muy atinado de la infancia ya que logra ilustrar los miles de mundos que se encuentran al alcance de todo niño sin detenerse en cómo la clase social de cada uno de ellos puede definirlo. Esto, sin embargo, no significa que Baker haga caso omiso a la pobreza en la que viven los personajes. Una de sus aventuras cotidianas, por ejemplo, será pedir dinero en la fila de la heladería y asegurarles a los adultos que su médico les recetó mucho helado para curar el asma. Encantado, algún adulto les comprará el tan codiciado cucurucho. Aquí yace otra gran cualidad del film, y es que logra retratar un mundo lleno de carencias sin caer jamás en el melodrama ni incitar lástima en los espectadores. En otras palabras, ¿es la vida más difícil para estos niños que para aquellos que disfrutan los fuegos artificiales de Disney que ellos vislumbran solo desde lejos? Probablemente. ¿Es la inocencia de la infancia imposible en este contexto? Claro que no. Tampoco lo es la amistad ni las peleas de Halley con su amiga, ni los vínculos pícaros entre los residentes y Bobby, el conserje del motel. A la vez, Proyecto Florida es también un fiel retrato de la sociedad estadounidense actual. Mientras los niños recorren los costados de las autopistas, plagados de tiendas ridículamente grandes y de carteles de ofertas vulgares y estridentes, es imposible no pensar en que este es, también, el lado B del capitalismo. Mientras vemos a Moone ser una niña normal y activa, observamos también a Halley fracasar bajo todos los estándares del capitalismo posmoderno. No podemos evitar pensar, aunque sea por un instante, que el futuro que le espera es probablemente similar al de su madre, y que toda aquella fantasía será engullida, tarde o temprano, por un sistema que genera la pobreza que luego expulsa. Al fin y al cabo, lo que Baker hace con muchísima destreza es transitar las dicotomías del mundo en el que vivimos, sea adultez e infancia, pobreza y riqueza o Disney y Magic Castle. Cabe destacar la monumental tarea actoral de los más pequeños del elenco – particularmente de Brooklynn Prince, quien representa a nuestra protagonista – gracias a los cuales los espectadores empatizarán muy rápidamente con una historia que quizás sientan muy ajena. En realidad, el gran triunfo de Proyecto Florida es que consigue ser fiel a la especificidad de la vida en ese lugar en el tiempo y espacio y, a la vez, ser tremendamente universal.
La fórmula de siempre, efectiva como siempre El primer número musical de Moana: Un Mar de Aventuras (Moana, 2016) nos revela una isla idílica donde cada aldeano tiene su rol y está no solo dispuesto sino feliz de cumplirlo. Su padre, el jefe de la isla, la prepara para el día en el que ella tomará el mando de aquellas alucinantes tierras hawaianas. Pero a Moana la vemos, desde muy temprana edad, escuchando boquiabierta las leyendas que le cuenta su abuela a los niños del pueblo. Dicen que hace miles de años, el semidios Maui le robó el corazón a la diosa Te Fiti por el poder de creación que tenía aquella piedra preciosa. Al hacerlo, Maui desencadenó la muerte paulatina de las islas de Hawai. Cuando la vegetación de sus tierras comienza a marchitarse, Moana recuerda las palabras de su abuela: tiene que cruzar el vasto océano, buscar a Maui y convencerlo de devolverle el corazón a Te Fiti. Por supuesto que el padre de Moana se rehúsa a darle a su hija permiso a cruzar más allá del arrecife, y por supuesto que Moana eventualmente desobedece sus órdenes y se adentra en las aguas del Pacífico en ese encuentro con el mar que tanto anhelaba desde pequeña. “Por supuesto” es, en este caso, la frase más adecuada para hablar de la trama de Moana. Y es que Disney, por más clásicos del cine animado que nos haya brindado, sigue innegablemente una fórmula que repite película tras película. Es verdad que ha visto ciertas transformaciones a lo largo de los últimos años, pero dentro de cierto margen de flexibilidad –muchos cambios giran, me complace decir, en torno al cuestionamiento de los roles de género que por tanto tiempo Disney perpetuó– Moana sigue siendo predecible, no solo en su estructura sino en su desarrollo, en las relaciones de sus personajes y, por supuesto, en su desenlace. Sin embargo, no acudimos al cine a ver la nueva de Disney buscando una película que nos brinde demasiadas sorpresas. Tal como el estudio tiene una fórmula a la que se atiene desde hace años, su público, fiel conocedor de dicha fórmula, acude a las salas todos los años a ver con qué nueva historia se llena dicha fórmula esta vez. Lo cierto es que las estructuras en sí mismas no tienen nada de malo. Los musicales, de hecho, también siguen un guión muy claro, donde la canción introductoria interpretada en grupo es seguida por un solo donde el protagonista presenta sus motivaciones, seguida más adelante por la canción de un villano, y así. Moana es también un musical, y sigue este formato a rajatabla. Pero sucede que, por mucho que podamos ver de a momentos las manos que tejieron este tapiz ya conocido, Moana funciona. La fórmula de Disney es tan innegable como el hecho de que han sabido ejecutarla una y otra vez a lo largo de su filmografía. Por suerte, Moana se introduce en una nueva generación de princesas que ni siquiera quieren ser consideradas como tales, y cuya capacidad propia por resolver conflictos y embarcarse en aventuras, y no su necesidad de depender de un hombre, se hace cada vez más evidente. Si Frozen (2014) presentó una gran mejoría al girar en torno al amor fraternal y dejar en un segundo plano al amor romántico, Moana va un paso más allá: el amor romántico no existe en ningún plano, y la totalidad de la película se centra en Moana salvando a su isla y amigándose lentamente con el arte de navegar. Es destacable la animación de la película y, por sobre todas las cosas, la gran banda sonora. No sería exagerado afirmar que son sus canciones lo que hace de Moana una película que realmente vale la pena. Su tema principal es precioso e inspirador, y prepara al espectador para el viaje náutico del cual hace las veces de prólogo. La canción con la que conocemos a Maui, a quien le da voz Dwayne Johnson, es pegadiza, y en ella se vislumbra un talento musical del cual solo podría ser responsable Lin Manuel Miranda. Es gracias al brillante escritor del musical de Hamilton que las canciones de Moana sobresalen por sobre tantas otras de Disney. Es divertido, también, notar el regreso de la canción del villano, llena de descaro y astucia como corresponde. Aquel que acuda al cine a ver Moana, entonces, no se encontrará con nada más allá de lo que pueda imaginar. La obviedad de la fórmula que sigue puede, a veces, entorpecer la narrativa al sacar al espectador del verosímil, pero la construcción efectiva de sus personajes hará que este se comprometa emocionalmente con ellos rápidamente. Moana es sobre el amor de una niña hacia su isla y hacia su familia, y sobre su fascinación por aquello que está más allá de lo permitido y que tan profundamente la llama. Es sobre los peligros de esconderle a un pueblo su propia historia, y sobre cómo, a la vez, es necesario aislarlo de toda realidad hostil para mantener la utopía. Pero, por sobre todas las cosas, Moana es una aventura en la que el espectador se verá envuelto desde aquel primer número musical.
El cine hecho metáfora. De un lado, tenemos a Dalton Trumbo, un guionista de Hollywood afiliado al Partido Comunista que, tras la Segunda Guerra Mundial, debe vérselas con una actualidad donde “comunista” es mala palabra. Pronto Trumbo recibirá un guión -el de Espartaco, no menos- para editar: contará así la historia de un simple hombre que luchó contra un imperio. Del otro lado, se yerguen orgullosos de su bandera y derrochando capitalismo las autoridades de un Estado al que ahora le toca decidir qué habitantes amenazan al país. Ellos no son tan sutiles como Trumbo y su guión: sus palabras exactas incluyen, para ilustrar solo con un ejemplo, que “los comunistas han intentado ahogarnos en un río rojo, pero éramos muy pesados para hundirnos”. Así funcionan el arte y la política. El arte, disfrazado de la humildad de la ficción pero ejerciendo un poder muy real sobre la sociedad, apuesta a la metáfora. En algún sentido, todo arte exitoso juega a disfrazarse de algo para comunicar algo más, alguna otra cosa que, en general, lo excede. La política, por otro lado, es pura verbalización. Todo está dicho tan lisa y llanamente cómo es posible; después de todo, hay un ciudadano mirando la tele que necesita ser convencido de los ideales que un cierto grupo de hombres les imponen. En este caso, el gobierno de los Estados Unidos deberá explicarle a su pueblo que nada en este mundo es más asqueroso que un comunista, que ese término es sinónimo de traidor a la patria y que, a pesar de que ellos vean a la Unión Soviética muy lejos en el mapa, esta es una amenaza que está más cerca de casa de lo que parece, con espías comunistas infiltrados en casi todo ambiente de la vida pública; no es casualidad que en esta época se funde la “Alianza Cinematográfica para la Preservación de los Ideales Norteamericanos”. Es en este escenario en el que se despliega Trumbo. Como su nombre lo indica, narra la historia del guionista Dalton Trumbo, y de todos aquellos -llamados los Diez de Hollywood- que fueron obligados a testificar sobre sus actividades “antiamericanas”. La película recorre las muchas etapas de su vida como guionista en una época en la que su inclinación política atravesaba su carrera toda, incluso, de a momentos, paralizándola por completo, sin dejar afuera su universo familiar. La narrativa se centra en torno a esta figura que es, cabe destacar, de lo más interesante. De más está decir que fue uno de los guionistas mejores pagos de Hollywood, con una casa frente al lago e ideales comunistas: una situación que no viene exenta de contradicciones. Y es que el Dalton Trumbo de John McNamara es un hombre convencido de sus ideales pero, sobre todo, convencido de su derecho a tenerlos. Es este el punto más importante de su lucha: la injusticia que representa el incluso tener que llevarla a cabo. Bryan Cranston se luce en un papel que no es demasiado desafiante, pero sí muy carismático y con el que es fácil empatizar, dado que no es el ególatra que uno esperaría de un guionista de su calibre. El título de Trumbo, sin embargo, es una suerte de engaño. Lo más importante de la película no es su personaje sino más bien el retrato impecable que logra hacer de una época. En ese sentido, es una suerte de registro histórico muy destacable, donde se abre una ventana a la idiosincrasia estadounidense y a todas las vicisitudes de una época. Volviendo al concepto original, el arte opera a través de la metáfora y es así como Trumbo debe leerse, como sinónimo de resistencia y oposición ante la censura más que como la biografía de un hombre más.
La geografía de la identidad. Brooklyn cuenta una historia que ya conocemos muy bien. Pinta un panaroma sobre el cual, especialmente los porteños, seguramente hayamos escuchado testimonios de primera mano en boca de alguna rama no tan lejana de nuestro árbol genealógico: la del inmigrante europeo en América. La película se centra en la historia de Eilis, una joven irlandesa que decide navegar hacia Nueva York en busca del mundo de posibilidades que promete la gran ciudad y que ella no encuentra en su pueblo de origen. La historia de Eilis es, en algunos sentidos, un tanto predecible. Como toda joven adulta siendo obligada a crecer en el tiempo que toma llegar en barco a Nueva York, Eilis pisa los Estados Unidos por primera vez con pies temblorosos. Sus aventuras a partir de este punto cuentan con todas las vicisitudes que implica ese emprendimiento hacia el nuevo continente. Pasará noches enteras extrañando a su familia. Mientras el motor de la ciudad ruge con la constancia de la metrópolis, Eilis se paraliza en su nostalgia. Finalmente, con el tiempo, logrará encontrarle la vuelta a su nuevo hábitat y, demostrando poderes de adaptación de los que no se creía capaz, se convertirá en una con la ciudad, en incluso conocerá al adorable y apuesto italoamericano Tony. Pues bien, como ya habíamos anticipado, todos estos elementos son un tanto predecibles. Toda historia de inmigrante tiene un componente de nostalgia, otro tanto de aventura y algún que otro romance como cereza del postre. En este sentido, Brooklyn no es ninguna obra maestra. No le revelará al espectador ninguna idea novedosa ni experimentará con el modo de contar su historia, pero nada de eso importa. Brooklyn funciona precisamente porque sus creadores comprendieron la belleza que puede esconder una historia simple y honesta como esta. Es una historia contada por milésima vez, sí, pero esto presenta una ventaja inesperada: debe haber algo en la historia de aquel que deja su hogar a miles de kilómetros de distancia para respirar otros aires -que no sabe si lo mantendrán vivo- que nos conmueve a todos como para tolerar tantas narrativas sobre el tema. Es una historia que genera empatía muy rápidamente, y con la que todos podemos conectar en un nivel inmediato y casi primitivo porque tiene mucho más que ver con lo emocional que con lo intelectual. La razón por la que Brooklyn logra escaparle al rótulo de “otra película más sobre inmigrantes” es porque se hace cargo del mismo, y logra así ir más allá de los estereotipos que tanto abundan en este tipo de historias. Resultará muy placentero ver a Eilis crecer, seguirla mientras se mimetiza con la gran ciudad y se convierte muy grande para el pequeño pueblo que la vio nacer: es en este proceso de maduración en el que se destaca la actuación de Saoirse Ronan. Así, cada personaje no es un estereotipo del lugar del que viene, sino más bien un reflejo de carne y hueso de cómo los lugares nos componen a nosotros, tanto como nosotros los componemos a ellos. La familia de Tony es una viva imagen de Italia, mientras que todos aquellos personajes que nacieron o han pasado mucho tiempo en Nueva York adquieren un aire cosmopolita que no se compra en ninguna gran tienda, sino que se contagia de las calles de la ciudad. El personaje de Eilis está tan bien construido que tras ver la película uno no se atrevería a referirse a ella como “la inmigrante irlandesa”. Eilis es Eilis, nadie más que ella, y por obvia que resulte esta afirmación, es este el elemento genuino y honesto que hace que la película funcione.
¿Qué hay en un nombre? En los créditos de La Chica Danesa, Eddie Redmayne no figura como haber interpretado a Einar Wegener, sino a Lili Elbe. Este gesto tan simple y a la vez tan poderoso marca a toda la narrativa: esta es una historia que, al fin y al cabo, gira en torno a un nombre. La película, en su primera etapa, cuenta la historia de Einar, un pintor holandés famoso por capturar los paisajes de su pequeño pueblo nativo. Einar está casado con Gerda, también una pintora aunque más enfocada en hacer retratos. Su relación es adorable. Resulta un placer verlos interactuar y reírse de la pretensión que existe en el mundo del arte con una complicidad que parece dejar al resto del mundo afuera. Tienen un perro y están tratando tener hijos. Son una familia de postal. Pero un día, Gerda (Alicia Vikander) necesita completar un retrato de su amiga bailarina, y para ello le pide a Einar, flaco y elegante como es, que pose para ella. Einar se desliza las medias largas por una pierna, se calza el zapato de baile, se apoya el vestido sobre su cuerpo. La escena es breve, ya que la amiga en cuestión llega a los pocos minutos, y todos se ríen ante lo ridículo de la situación. Pero para Einar, ese momento no tuvo nada de ridículo, sino que fue el gesto más honesto que jamás se había atrevido a hacer. Aquí estamos en condiciones, entonces, de corregir lo anteriormente dicho: la película cuenta la historia de Lili Elbe, una mujer atrapada en el cuerpo de un pintor holandés famoso por capturar los paisajes de su pequeño pueblo nativo. Lili está dormida hace muchos años pero latente, esperando su oportunidad para hacerse conocer y tomar el cuerpo que sabe propio pero que siente equivocado. Más adelante, se referirá a su anatomía como “un error de la naturaleza”, y el objetivo será, entonces, buscar a un médico dispuesto a corregirlo. Está claro que, más allá de sus méritos artísticos y de lo bien que está filmada, el mayor logro de La Chica Danesa yace en las actuaciones. Eddie Redmayne hace y deshace a la audiencia con una sonrisa, y Alicia Vikander, quien ya había demostrado su enorme talento en Ex Machina, hace de las suyas de nuevo, conmoviendo con su entrega a su marido y sus propias dificultades en torno a esta cuestión. Aquí yace otro gran triunfo de la película: hace un gran trabajo de no ignorar la lucha que esto significa para ella también. Por supuesto que Lili sufre inmensamente al sentirse huérfana de cuerpo, pero Gerda se casó con alguien que ya no existe. Su cuerpo está, la cara que ella supo amar por tantos años sigue ahí, pero ahora está maquillada y la esencia de su marido no solo desaparece, sino que bien podría decirse que nunca realmente existió, que Einar siempre fue una fachada para Lili y que no es su vestimenta de mujer un disfraz sobre Einar. Al fin y al cabo, Lili vive con la certeza de saber quién es, mientras que Gerda se queda sin marido. No es inusual ir a ver una película u obra y encontrarse con una audiencia que se ríe ante la aparición de una travesti, o ante la afirmación de un hombre que afirma ser mujer. Aquí es donde se diferencia esta película de tantas otras: el drama existe para ilustrar la difícil lucha que debe atravesar Lili para salir a la luz, y no tanto para hacer llorar a un público. La idea aquí es que esto no es un chiste, pero eso no quiere decir que no pueda existir alivio ni felicidad en esta historia. Lili y Gerda, de hecho, se acompañan por muchos años luego de que Einar ya haya desaparecido para siempre, y Einar muere pero Lili tiene un final feliz, sabiéndose ella misma por primera vez en su vida. Al fin y al cabo, La Chica Danesa no es solamente sobre la primera mujer transgénero sino, más bien, sobre lo dolorosa y a la vez placentera que puede ser la búsqueda por la propia identidad.
El deber de decir en voz alta. Cuando el equipo especial Spotlight, del Boston Globe, publicó la ardua investigación que venía realizando sobre los casos de abuso a menores dentro de la Iglesia católica, ésta no dejó de encubrirlos. Los portavoces se negaron a comentar al respecto, y al día de hoy, catorce años después de la aparición del artículo, sigue habiendo cientos de curas que no solo abusan a menores, sino que salen impunes. La pregunta es, entonces, no tanto cómo la investigación fue llevada a cabo sino más bien por qué un grupo de cinco periodistas decidió dedicar más de un año a investigar y publicar el tema. En Primera Plana cuenta la historia de dicha investigación realizada por el grupo homónimo del diario bostoniano. Hacerla implicaba desafiar a la Iglesia, institución de la cual más de la mitad de los lectores del periódico eran fieles. Pero aún así, cuando Marty Baron toma el mando como nuevo editor del diario, no entiende por qué luego del caso de un cura confirmado pederasta y un cardenal que sabía al respecto y lo calló, el diario no ahondó más en el tema. El objetivo, entonces, no será solo dar con los curas pederastas, sino más bien examinar de cerca a una institución tan anclada en la moral como lo es la Iglesia –y por lo tanto, hipócrita– y desenmascarar la impunidad que la misma les da a sus miembros. Un caso puede ser una excepción, un cura, un degenerado, pero cuando toda una institución sistemáticamente encubre sus crímenes y los rota de iglesia en iglesia para que sigan ejerciendo su profesión, eso tiene un nombre totalmente distinto. Es aquí donde la cosa se pone interesante: gracias a la mirada de Baron, la película termina siendo un fiel retrato de cómo debería llevarse a cabo la práctica periodística, especialmente en nuestra época. No es casualidad que una de las primeras conversaciones que tienen Marty Baron y Walter Robison, el jefe de Spotlight, sea sobre la creciente popularidad de internet. Sucede que en la época de la primicia fácil e instantánea, el fuerte del periodismo en papel no es la noticia caliente, sino aquella que está sólidamente construida, sin importante cuánto tiempo tome armarla. Esto habilita a que investigaciones largas y complejas como la de En Primera Plana cobren otra importancia, y a que las verdaderas corrupciones detrás de crímenes aparentemente sueltos e individuales salgan a la luz. Así, la película recorre una investigación atrapante que cuenta con todo, desde escenas donde lo que resalta es lo institucional y netamente político del caso hasta aquellas donde predominan los relatos íntimos de las víctimas de dicha institución. Ambos factores están profundamente relacionados, y la película hace un gran trabajo de encontrar un equilibro entre los datos duros y las caras de quienes se ven afectados por ellos. Tal como la investigación saca a la luz cómo opera realmente la Iglesia católica, En Primera Plana ilustra cómo trabaja un verdadero grupo de periodistas sin ensalzarlos como superhéroes, y cómo lo que más se necesita para realizar una buena labor informativa es una buena cuota de perseverancia y otra tanta de trato humano. En ningún momento se olvida el equipo de Spotlight de que están tratando con víctimas reales de abuso ni las acosan para conseguir el dato más jugoso, manteniendo así la ética del equipo intacta y permitiéndoles realizar su trabajo como corresponde, todo anclado en un elenco fabuloso donde la actuación de Mark Ruffalo como Mike Rezendes resalta sobre el montón. Los periodistas de Spotlight no cambiaron a la Iglesia. Seguro, el cardinal Law, acusado de encubrir el caso del cura que dio comienzo a esta investigación, tuvo que renunciar y el artículo hizo eco en los muchos hogares cristianos de Boston e incluso del país. Quizás hayan salvado a alguna futura víctima, pero no detuvieron el horror institucional que sucede tras las puertas de la Iglesia. Sin embargo, ese no es el trabajo del periodista. El trabajo del periodista es hablar, un acto que suena simple pero puede ser, de hecho, sumamente complejo y doloroso (una de las escenas más conmovedoras es la de Sacha Pfeiffer, integrante de Spotlight, leyendo el artículo con su abuela, una mujer profundamente religiosa que lee perpleja sin saber bien qué hacer). He aquí el por qué de esta investigación: la libertad de expresión es un derecho, pero el no callar ciertas cosas es un deber, y En Primera Plana hace un gran trabajo ilustrando la responsabilidad que conlleva ser el cuarto poder.
El poder de la sutileza. En una gran tienda durante la época navideña, allá por los años cincuenta, Carol -interpretada por una sublime Cate Blanchett- divisa del otro lado de la habitación a Therese (Rooney Mara), una de las tantas empleadas obligadas a usar un gorro rojo y blanco por las fiestas. Todo está servido como para que esta sea otra escena de “amor a primera vista”, y efectivamente lo es. Pero mientras Carol se aleja del mostrador, se da vuelta, y con una sonrisa de lo más pícara le suspira a Therese desde lejos “Me gusta el gorro”. Y así de fácil, Carol enamora no solo a Therese, sino más bien a toda una audiencia. Carol cuenta la historia de una mujer de clase alta pronta a divorciarse de su marido, con quien tiene una hija a quien adora por sobre todas las cosas. Se dedica, pareciera, a ser justamente una mujer de clase alta, con toda la clase y la fineza que eso implica. Therese, por otro lado, es mucho más joven que ella, y se encuentra en una relación que está en pañales pero que aún así es lo suficientemente grande como para asfixiarla. Entre medio de conflictos legales por la tenencia de la hija de Carol y de la insatisfacción que irrita diariamente a Therese, se conocen. Se encuentran en un restaurant. Se gustan. Se fugan hacia la costa oeste, en un intento de dejar todo aquello que no sea la otra atrás. Ahora bien, si esta premisa suena demasiado simple es porque lo es. Este es, de hecho, un gran logro en una película como Carol, ambientada en una época donde la homosexualidad representaba un claro conflicto moral. Pero Carol -tanto la película como el personaje- van más allá de los tabúes de la época. Y es que Haynes logra un equilibro perfecto entre contar una historia donde el ser lesbianas claramente posiciona a estas mujeres en una situación conflictiva, pero aún así no es lo que define ni a ellas ni a su relación. Es refrescante ver que ante una sociedad que lo condena a gritos, Carol le pregunta a Therese si quiere irse de viaje con ella, así sin más, y Therese contesta “Sí, me gustaría”, así sin más. El conflicto está en la mirada retrógrada de los otros y no en la seguridad que tienen ellas sobre quiénes son y qué es lo que quieren, lo cual habilita que la historia de amor entre ellas se presente como tal: como una simple historia de amor entre dos personas que se atraen inmensamente. El otro gran atributo de la película yace en esa inmensidad. Volviendo a la escena mencionada previamente, lo maravilloso del cumplido de Carol sobre un ridículo gorro navideño es la sensualidad que encierra. Ella y Therese se irán de viaje juntas, finalmente se besarán y tendrán sexo y aún así, es posible que un “Me gusta tu gorro” sea más apasionado que todo eso junto. Lo brillante de Carol es, precisamente, la sutileza con la que es llevada a cabo. La tensión entre Carol y Therese se sostiene en aquello que ambas saben pero que no ponen en palabras, en ese juego de seducción que ambas llevan tan bien. En esta etapa tan íntima y primitiva de pura atracción, no podría importar menos que sean dos mujeres y esa es, de por sí, la forma más revolucionaria y atinada de retratar una relación. Carol se sostiene, así, mediante las sutilezas. No es casualidad que Therese vea a Carol fragmentada de a momentos, y que Carol se nos aparezca así en planos detalle de un guante que se desliza por una mano, unos dedos tocando un abrigo, un sombrero sobre su pelo. Nada está hecho a las apuradas, y todo en este relato se nos presenta con la delicadeza que merece. Así, la historia de Carol acaba teniendo tanta clase como su propio personaje.
(Re)construir el mundo. Jack vive en Cuarto. Tiene una serpiente -el más complejo de todos sus artefactos, dice- hecha de cáscaras de huevo y un hilo. Tiene un fugaz amigo llamado Ratón, y asegura tener un perro llamado Lucky a quien nunca conoció. Tiene una madre que le deja ver sus programas favoritos, que le cuenta cuentos y le canta canciones para dormir, y que le sirve cereales con leche todas las mañanas. Con 5 años, para Jack el mundo es enorme. Pero Jack vive en Cuarto: es decir, Jack no ha salido de Cuarto nunca en su vida. La Habitación cuenta la historia de Joy, una joven secuestrada a los 17 años y encerrada en un cobertizo desde entonces. A los dos años de su captura, tiene un hijo con su secuestrador, y entonces todo cambia. Cuarto se convierte, de golpe, en el centro de una narrativa que Joy mantendrá viva a toda costa por el bien de Jack. Su tragaluz, la única fuente de luz natural, será el centro de un sistema solar que se extenderá solo hasta los confines de las paredes. La película es, en primer lugar, una historia atrapante y por demás angustiante gracias, en gran parte, a las maravillosas actuaciones tanto de Brie Larson como de Jacob Tremblay. Tras introducirnos al pequeño mundo que Joy ha creado para Jack y a la rutina a la que ambos están sujetos, La Habitación nos presenta en esta instancia con un aquí y ahora marcado por la urgencia de sobrevivir, una etapa cuasi instintiva de hacer cualquier cosa para salir. Pero luego, cuando bien podría darse por terminado el asunto, se da lugar a una segunda instancia en la narrativa que presenta casi tanto conflicto como la primera: la del después. Nos encontramos con una película que no descansa en el punto final de “y vivieron felices para siempre”, sino que empuja un poco más allá para dar con la verdadera naturaleza de ese para siempre. Y es que resulta que tras 7 años en cautiverio, el día a día no es nada sencillo. Tras la inmediatez de volver a la vida viene la vida, empaquetada en un mundo enorme que excede cualquier pared. A la adrenalina le sigue la calma de la reflexión, y es aquí donde la cuestión se vuelve muy interesante. De golpe todas las palabras que aprendió Jack no son solo parte de Tele. Le toca el arduo trabajo de unir cada significante con su significado tangible, y resulta fascinante ver la fascinación -y la confusión un tanto temerosa- de un niño descubriendo los panqueques, o cómo funciona el teléfono, por primera vez. Mientras Joy trata de descifrar cómo volver al mundo que conoció, Jack debe construirlo desde cero. Aquí yace la mayor ambición de la guionista Emma Donoghue: La Habitación no se encierra en ser una mera película de encierro y logra, sin despegarse de sus tan entrañables personajes, ser mucho más que eso. Cobra un tono casi antropológico, demostrando cuánto de lo que hacemos rutinariamente es cultural, cómo aprendemos a ser personas, cuánto necesitamos al otro para mantener la cordura, cómo contamos historias para mantenernos con vida, cuán poderoso puede ser el vínculo entre una madre y su hijo… el peor error que cometió el secuestrador de Joy fue darle algo por lo cual ella estuviera dispuesta a morir. En esta brillante historia, que se acerca a la famosa alegoría de la caverna, es inevitable sentirse dentro de Cuarto junto con Joy y Jack. Tomaremos todo lo que suceda allí dentro como real, y nos dolerán los ojos cuando dejemos atrás las sombras y salgamos al sol de cada día. Viendo La Habitación nos dolerá todo. Lloraremos y los ojos se saldrán de sus órbitas por la ansiedad como los de Larson en la película, pero con tal de salir al mundo y ver el sol vale la pena: soportar esta película también lo vale.
Cuando la estatua es humana. En enero de 1984, Steve Jobs se preparaba para mostrarle al mundo el invento del cual más se jactaba. En una presentación multitudinaria, daría luz a la Macintosh, una de las primeras computadoras diseñadas por Apple. En una jugada de marketing que oscilaba, como tantas otras decisiones suyas, entre la astucia y la arrogancia, Jobs insiste en venderla tal cual fue ideada, aunque eso significara que prácticamente ningún usuario entendería del todo para qué serviría. Con un costo mucho mayor que el de su competencia, la Macintosh no presentaba ninguna ventaja por sobre las otras computadoras de la época. Pero Jobs insiste: “la gente no sabe lo que quiere”, dice, “hasta que se lo mostrás”. Esa frase, pronunciada por un Jobs interpretado por Michael Fassbender en la reciente Steve Jobs, resume a la figura que Danny Boyle quiere presentar en su nueva película. Escapándose del cliché que hace fallar a tantas películas biográficas, donde el protagonista es ensalzado -qué fácil hubiera sido caer en “la película sobre el hombre que empezó en un garaje y terminó siendo dueño de Apple”, y qué alivio que no fue así- Boyle decide retratar a Jobs con solo tres momentos de su carrera. La película entonces muestra el detrás de escena de las presentaciones de las computadoras Macintosh, NeXT e iMac. Esta estructura permite no solo crear un retrato original de Jobs, sino que ilustra sus más grandes triunfos y derrotas, sus delirios de grandeza y sus inseguridades ante el fracaso. En un trabajo de montaje impecable, Boyle logra también incluir algunos flashbacks de la vida de Jobs, creando así un retrato complejo y, por sobre todas las cosas, humano. La mayor astucia de Boyle yace en aprovechar estos tres momentos no para mostrar a Jobs como el hombre que cambió la historia de la tecnología, sino para mostrar cómo Jobs creía eso de sí mismo. De algún modo, lo más interesante de esta película es su cualidad de autorretrato, donde el personaje principal constantemente se define, y muy conscientemente, a través de sus acciones y palabras, y donde nos encontramos con un hombre sumamente arrogante y condescendiente para con todos. La pregunta que presenta Boyle es, de algún modo, si esta arrogancia representa un real desprecio por la inteligencia de los demás o si simplemente la susodicha se sostiene en una gran inseguridad de Jobs, y lo entretenido de la película será seguirlo de cerca e intentar llegar a una respuesta. Sin embargo, más allá del gran trabajo de dirección por parte de Boyle y de las excelentes actuaciones por parte de todo el elenco -Fassbender y Kate Winslet resaltan especialmente- el motivo por el cual esta película funciona tan bien tiene nombre y apellido: Aaron Sorkin. El guionista de series brillantes tales como The Newsroom y de películas galardonadas como Red Social es un genio del diálogo. No hay palabra dicha tan dinámica como las de sus obras, donde toda interacción rebalsa de astucia y de humor, de ironía y honestidad. No había hombre mejor para retratar a una figura tan polémica como la de Steve Jobs, a la cual se ha declarado brillante y horrible, y todo lo que está en el medio. Sorkin hizo un gran trabajo dándole voz a Jobs precisamente porque no trabaja con el blanco y el negro. Las palabras pronunciadas por sus personajes y, por tanto, la psicología de los mismos, es mucho más compleja que eso, y su contenido y tono logra siempre mantenerse en un gris, en un espectro de mensajes y modos que hace sus películas fascinantes. Podemos decir, entonces, que esta biopic no es ni un drama ni una comedia, sino que pertenece a ese género magnífico en el medio: gracias a ese género, Sorkin construye una historia -ya conocida por todos- que resulta sorprendente y dinámica en todo momento.