Nuestro comentario del filme de Anthony Hopkins, que no escapa a una idea trillada que nunca funcionó bien en cine o en televisión.
La idea argumental de un vidente que resuelve casos criminales nunca ha funcionado muy bien en la ficción cinematográfica (ni en la televisiva) y uno se pregunta por qué Hollywood sigue contando esa clase de historias que parecen condenadas al fracaso.
En la mente de un asesino no es la excepción a la regla. Aun cuando su director y sus guionistas pretenden naturalizar al máximo los poderes parasicológicos suponiendo que son sólo extensiones de las capacidades normales del cerebro, a la hora de mostrar cómo funcionan las premoniciones se ven forzados a apelar a ese recurso ordinario de lo extraordinario que implica intercalar imágenes más o menos inconexas del futuro en el presente.
El resultado visual es pobrísimo, remite al videoclip y a las alucinaciones de las películas de terror, y cuando a medida que avanzan las peripecias esas imágenes inconexas del futuro se integran a la lógica del presente producen el dudoso placer de un rompecabezas resuelto por otro. ¿Es necesario que el espectador vea lo que ve el vidente? Una cuestión que no se plantea en este caso, porque cada vez hay más directores comerciales convencidos de que lo que no se ve no existe y no se siente.
John Clancy (Anthony Hopkins), un veterano parapsicólogo retirado de la policía tras la muerte de su hija retorna para enfrentarse a un misterioso asesino serial. Aparentemente es convencido por un amigo detective (Jeffrey Dean Morgan) y por la joven criminalista que trabaja con él (Abbie Cornish), por la que, tal vez demasiado obviamente, el parapsicólogo quiere y no quiere sentir un afecto paternal.
Sin embargo, la motivación profunda de ese regreso habrá que deducirla de la propia historia y está vinculada a una especie de rivalidad moral que experimenta Clancy tanto hacia el asesino como hacia sí mismo. Una rivalidad no muy explotada en el guion y que es por lejos lo más interesante de la película, si no para verla al menos para pensarla. Hay que decir, de todos modos, que el don de la videncia no es un agregado decorativo sino el centro de ese conflicto moral que podría haber tenido la forma clásica de una tragedia, pero que lamentablemente resulta desplazado o minimizado por la decisión de resolverlo apelando a las recetas más comunes del cine policial.