Lo sospeché desde un principio
No alcanza con Anthony Hopkins y Colin Farrell en un duelo psíquico, donde no estallan cabezas como en Scanners -1981- sino la rivalidad de dos clarividentes a los que el dolor ajeno ubicó en diferentes rumbos. El de la piedad por un lado y el del complejo de dios por el otro. De una parte y otra del mostrador, todos los de afuera son convidados de piedra, tanto la policía que no resuelve, mejor dicho el FBI enrolado en el agente Joe Merriweather –Jeffrey Dean Morgan- y su compañera experta en psicología criminal Katherine Cowles –Abbie Cornish-, tras la pista de un piadoso asesino serial.
El único denominador común entre las víctimas es la preexistencia de una enfermedad terminal, a veces hasta indetectable por los propios facultativos, elemento sumamente extraño como para recurrir a los servicios del capo de todos los capos en el campo del psiquismo: Hannibal Lecter devenido John Clancy –Anthony Hopkins-.
Si, damas y caballeros, otra vez Sir Anthony como asesor del FBI, el clarividente que la tiene clara y se anticipa a los hechos como nunca se ha visto en la historia del cine. Y no sólo el pasado, para creyentes hollywoodenses, sino por el mismo precio el futuro en todas sus posibilidades, algo que la puesta en escena en un acto de torpeza absoluta se encarga de subrayar al inundar la pantalla de acciones en simultáneo protagonizadas por los mismos actores.
A ver si se entiende: Asesor psíquico ya retirado por pasado tortuoso se encamina a desenmascarar el objetivo oscuro de un asesino serial, quien apela a sus poderes psíquicos para encontrarse con él, sabiendo que el otro va a ir exactamente a donde deje la pista, porque por si no se entendió, los dos son psíquicos. Uno del lado oscuro y el otro del lado de la fuerza del orden.
Entonces, eso. Nada más, un thriller farolero, abusivo, tedioso, pomposo, dirigido con los codos, pero que cuenta con Anthony Hopkins y Colin Farrell en un duelo, no actoral precisamente.