Paisajes devorados Construido como un documental de observación, En la Puna (2013) es la ópera prima de Lucas Riselli cuyo eje temático se ubica en la desolada vida de Pozuelos y la inexplicable cotidianidad de quienes lo habitan. Pozuelos, es un pueblo de la provincia de Jujuy habitado por unas quince familias. La vida diaria de sus moradores puede ser un misterio para cualquier intruso ajeno a esas tierras norteñas. La cámara de Riselli se involucrará en esa cotidianidad para develar ese misterio tan extraño para algunos y tan corriente para quienes forman parte de él. Con un gran trabajo de imagen, En la Puna se destaca por la forma elegida para retratar la vida de sus habitantes, no desde un lugar de superioridad, ni desde el retrato de lo extraño por simple esnobismo, sino desde la simple observación de lo que sucede a diario. Para lograr ese nivel de uniformidad, Riselli se desprende de los textos para que sean solo las imágenes y los sonidos ambientales, acompañados por algunas voces de los propios protagonistas, quienes lleven adelanten un relato poético sobre la rutina. En la Puna no pretende resolver el enigma de esa forma de vida ni nada que se le parezca, y es ahí donde radica una de las principales virtudes de un documental cargado de un misterio inexistente que Lucas Riselli resuelve con un sentido de la estética pocas veces visto en el cine documental, convirtiendo lo simple en enigmática belleza y lo extraño en una forma de vida que aún no fue devorada por la globalización.
Valioso retrato A partir del descubrimiento de una geografía tan particular como la de la Puna, en el norte de la Argentina, el mercedino Lucas Riselli armó este documental sencillo y contemplativo que tiene como centro a Pozuelos, una pequeña comunidad de quince familias jujeñas que viven en modestos ranchos de adobe. Riselli empezó su investigación a partir del registro fotográfico, algo que su película de algún modo denota, y se propuso la soledad como tema, él mismo lo explicó en alguna entrevista. Soledad y silencio gobiernan ese territorio visualmente sobrecogedor, lleno de matices y carácter que es el ámbito natural de las historias cotidianas de un grupo de personajes anónimos. Pero también existen los momentos de encuentro y comunicación: la capilla, la escuela, la sala de primeros auxilios, el salón de usos comunitarios y las distintas celebraciones que son tradición entre los lugareños puntúan el relato del documental, ópera prima de Riselli estrenada en el último festival de Mar del Plata con buena repercusión. En el imaginario del habitante de las grandes ciudades, la Puna suele aparecer simplemente como paisaje. Esta película es un aporte valioso, logra darle vida a ese lugar distante y establecer entre el espectador y la gente de Pozuelos un vínculo más nítido.
Paisajes y montajes indómitos En la Puna es un documental observacional que intenta retratar la vida los habitantes de un pequeño caserío de Pozuelos al norte de Argentina. Debo decir que sus logros son muchos: un memorable trabajo fotográfico así como una latente inquietud por parte de su director Lucas Riselli para plasmar en la pantalla la cotidianeidad que conforma la vida de este indómito espacio. De las muchas actividades que realizan los lugareños, Riselli se centra en una que marca una enorme distancia entre nosotros los citadinos y estos habitantes rurales, el culto a la muerte. Su película está llena de imágenes que plasman la organización de los velorios, los cánticos y ritos que conforman la celebración de los difuntos y encontramos en ellas la presencia de una otredad, tan lejana como incomprensible. Sin embargo, existe un obstáculo que nos impide acercarnos a comprender con mayor plenitud lo que el documental nos plantea, y nada tiene que ver con la distancia social, geográfica o cultural que nos separa de estas poblaciones, sino más bien con una cuestión del ritmo y la temporalidad con las que realiza el montaje de sus planos. El documental que se construye casi en su totalidad con tomas realizadas con cámara fija y planos generales, tiene una clara intención de colocarnos en una situación de contemplación: imponentes imágenes que son acompañadas en muchos casos únicamente por el sonido ambiente, plasmando con ello la magnificencia de un espacio en el que cualquier persona se sentiría minúscula e insignificante. No obstante, surge la complicación en tanto que la duración que le da a estas tomas y otras con las que enlaza las distintas situaciones, no alcanzan para realizar semejante actividad contemplativa, nos roba -por decirlo de alguna manera- el momento. El sacarnos de este estado, o pararnos frente a él y no dejarnos disfrutarlo despoja a sus imágenes de su sentido más profundo, nos aleja de la posibilidad de achicar por nuestros propios medios esa distancia que nos separa del otro, construyendo en su lugar una idea de “punidad” que no sabemos muy bien cuánto tiene que ver con la realidad. Es indudable que el director posee la confianza de los lugareños y que ha plasmado momentos hermosos que revelan las cualidades místicas que tiene este lugar (como la secuencia hacia el final de la pequeña llama que está muriendo), pero no le habría venido mal un poco más de espacio al espectador, para que encontrase a través del placer de la observación todo eso que de extraño y desconocido tiene esta región.
Propuesta de juego dual entre la maravilla de la imagen y la inmutabilidad del paisaje Lucas Riselli, recuerde este nombre. Será difícil encontrar directores de documental con tanta sensibilidad y conexión por el lugar que retrata (en éste caso la puna norteña), su gente, su entorno pero, sobre todas las cosas, porque toda esa percepción antropológico-geográfica es entregada sin concesiones al instinto del artista detrás de la cámara. En los primeros seis minutos de “En la puna” (hasta que con fondo negro aparece el título) el realizador propone un juego dual entre la maravilla de la imagen y la inmutabilidad del paisaje. Hay un secreto para esa dualidad presente en el imaginario del espectador: la duración de cada toma. La gran decisión de la compaginación pone al espectador en estado contemplativo con la dosis justa para la observación hasta que se produce un “click”, un disparador que hace abandonar la admiración por las tomas panorámicas para entrar directamente en un estado de minimalismo puro al entender que toda esta geografía está tan quieta como activa desde hace miles de años, inerme al hombre o sus problemas para llegar a fin de mes, salvo, claro, que éste forme parte de esa eternidad. El ser humano, chiquito e insignificante ante semejante muestra de poder de perdurabilidad, es mostrado con la simpleza de otra toma panorámica en la cual, casi sentado sobre un horizonte imaginario, el hombre se rinde. Se adapta. Acaso canturrea un poco para no sentirse solo, conformando otro de los grandes aciertos de la obra. La banda de sonido es el viento, la lluvia, la fauna (gallo ronco incluido), y finalmente alguna fiesta entre los lugareños con bombos o cantos. Luego del título, el paisaje se irá achicando con el nuevo amanecer. El gran angular le da paso a un teleobjetivo para poder observar más de cerca. Los habitantes de Pozuelos, provincia de Jujuy (a 4000 metros sobre el nivel del mar) pueden o no entrar en cuadro. Parece desprolijo, pero después de ver tanta minuciosidad para ubicar la cámara es imposible no pensar eso como una decisión. Los habitantes no están fuera de cuadro, simplemente eligen o no entrar en éste recorte. En este registro momentáneo de la realidad. Así irán creciendo los planos detalle (que tampoco son aleatorios), junto con la capacidad del espectador de adaptarse fácilmente a la propuesta. ¿Para qué hablar? Para qué desconectar el realismo esta obra con una banda de sonido, si el silencio funciona también como una elegía. En todo caso, hasta el humor aparece naturalmente cuando, pasados los treinta y pico de minutos, la radio local le pone horóscopos exultantes y prometedores de riqueza mientras los habitantes en sus casas de adobe enfrentan su cotidianeidad. “En la puna” transmite la amable sensación de pertenencia. El retrato de dos o tres hombres y mujeres (o todos juntos, en fiesta, en misa, etc.) como muestra del despojo de bienes materiales en consecuente mancomuno con el entorno, da cuenta de una certeza ineludible al tratar de interpretar la intención del guión: los ácronos habitantes de Pozuelos con sus usos y costumbres han estado así durante siglos, excepto por alguna tenue influencia occidental. Religión, idioma, la forma de vestirse en contraste con el pasado… la química de la imagen cinematográfica con la obra en sí hace que una bicicleta resulte un objeto extraño. Este documental ofrece la posibilidad de conocer la historia de un lugar con su gente mediante el sano ejercicio de tomarse el tiempo para observar. Algo así sucede con el cine de Terrence Malick que logra esos estados cuando cuenta con la calma y la predisposición del espectador al cual no le queda otra que emocionarse y reflexionar, o levantarse e irse. Esa elección marca la diferencia. Más allá del guión, dirección e incuestionable pericia con la cámara y la fotografía de Lucas Riselli, hay dos menciones insoslayables que también resaltan la capacidad de sensibilizarse: el sonido directo de Daniela Bonamino y la compaginación de Mario Bocchicchio Ravetti. Como ellos, aquel que se tome el tiempo y ponga algo de sí mismo para ver esta realización se llevará la mejor parte.