Con un nivel de producción y vuelo narrativo mayores, esta segunda parte de Los juegos del hambre ya ha establecido su fuerte condición de saga, con una tercera y cuarta entregas ya definidas, más allá que las novelas publicadas hasta el momento sean sólo tres. La escritora Suzanne Collins se introdujo hace unos pocos años en este emprendimiento literario que le generó un gran suceso y un rápido pedido de derechos para el cine. Historias futuristas desarrolladas en un mundo distópico, ambientadas en un lugar irreal e indeseable, totalmente alejado del concepto de utopía.
Con puntos de contacto que se presumen basados en Battle Royale, libro y posterior film de origen japonés, y que aquí se reiteran, Los juegos del hambre: En llamas revalida los puntos positivos incluidos en el primer film. Aquél dirigido por Gary Ross, realizador de la genial Amor a colores, que le imprimió cierta poética y sugerencia a la primera parte, que en este caso el más experto en el género Francis Lawrence (Constantine, Soy Leyenda) vuelca más al terreno del dinamismo, la acción y la pura ciencia-ficción.
Lejos de una impronta juvenil augurada inicialmente, estas aventuras no son para nada livianas ni mucho menos románticas, más allá de la historia de amor entre los protagonistas, más relacionada con la tragedia que con el idilio. Esta secuela está dividida claramente en dos partes, una inicial en la que el itinerario de la ganadora del certamen anterior revelará grupos rebeldes y conspiraciones contra el poder, y se verán buenas escenas de masas y escenarios posapocalípticos; y una segunda con los juegos propiamente dichos, aditadas con momentos de acción, dramatismo, sorpresas mortíferas e incertidumbres en cuanto a lealtades y traiciones. Las actuaciones no se pueden mensurar apropiadamente porque la distribuidora proyectó insólitamente a la prensa una versión doblada, pero de todos modos la bella y talentosa Jennifer Lawrence se luce, dentro un elenco mixto entre discretos intérpretes jóvenes y notables consagrados.