No es difícil ver Los Juegos del Hambre: En Llamas como una obra caótica, en la cual conviven Stanley Tucci con peluca violeta, Donald Sutherland como un implacable dictador, Lenny Kravitz como un diseñador de moda y una horda de mandriles tropicales asesinos. Sin embargo, es una película de una ocurrente inteligencia que esconde un gran secreto: lo que cuenta no es la exaltación de sus valores, sino el maquillaje de sus desaciertos.
Estamos en una época en la que Hollywood parece haber encontrado en las adaptaciones literarias para adolescentes la clave del éxito, aunque en la mayoría de las ocasiones éstas son estéticamente mediocres. Por el contrario, las dos películas de Los Juegos del Hambre hasta la fecha plantean una interesante dialéctica basada en la repulsión de sus imágenes. Este es un film carente de belleza, que oscila entre la cruda realidad (con ciudades mineras y fabriles que parecen inspiradas en la industrializada pero pobre Coketown de Tiempos Difíciles de Charles Dickens) y el artificio de la fama, la televisión y las estrellas. Resulta llamativa la forma en que la película utiliza los ojos de la protagonista como testigos de estas imágenes sin la necesidad de remarcarlo con comentarios ni explicaciones innecesarias. Es, simplemente, la mirada desconsolada sobre dos realidades en apariencia opuestas pero en el fondo similares...