Se va la segunda (y viene la tercera)
La nueva entrega de la saga basada en las novelas de Suzanne Collins está dominada por el diseño de producción y los efectos especiales, que ya se impusieron definitivamente sobre el núcleo del relato, todavía tributario de Battle Royale, pero sin sangre a la vista.
Apenas un año y medio después del megaéxito que significó la primera entrega de Los Juegos del Hambre, la saga basada en la serie de novelas de Suzanne Collins que compiten por esa franja del mercado preadolescente que dejaron libre las ya exhaustas Harry Potter y Crepúsculo, llega rauda la segunda parte, Los Juegos del Hambre: en llamas. Aquí la autora ya no forma parte –como en la primera– del equipo de guionistas y da la impresión de que el diseño de producción y los efectos especiales se impusieron sobre el núcleo del relato, que nunca fue gran cosa pero que no dejaba de tener su miga.
Una miga que en su descripción de un mundo salvaje donde un grupo de adolescentes, en su afán de supervivencia, están obligados a luchar a muerte unos contra otros, le debía tanto a El señor de las moscas, la novela de William Golding, como a Battle Royale (2000), la furibunda película del japonés Kinji Fukasaku, basada a su vez en una novela de Koushun Takami. Nada sale de la nada, podrá alegar en su defensa la señora Collins...
El asunto es que las cosas no han cambiado demasiado en ese mundo distópico que es Pánem. O han cambiado para peor. La extrema pobreza del distrito 12, del que es oriunda la heroína del relato, Katniss Everdeen (Jennifer Lawrence), parece haberse extendido a otros distritos, cada vez más custodiados y reprimidos por unos violentos Guardines de la Paz (que lucen unos uniformes similares a los de los guardias de asalto de La guerra de las galaxias: ¡Un poco más de imaginación!). Tanta presión sobre sus súbditos hace temer una rebelión, por lo cual el dictador de Pánem (Donald Sutherland, que siempre paga, por secundaria que sea su intervención) empieza a ponerse nervioso, sobre todo si Katniss –famosa en todo el reino– siguiera dando muestras de insumisión.
Para neutralizar tanto a ella como a su pueblo, primero la obliga a un tour romántico-mediático junto a su compañero Peeta (Josh Hutcherson), con quien resultó victoriosa en los Juegos del Hambre anteriores. Pero como eso no parece suficiente, organiza junto a su nueva mano derecha (Philip Seymour Hoffman) unos Juegos del Hambre recargados, donde Katniss deberá enfrentarse a los más experimentados ganadores de juegos anteriores. El que estos Juegos –supuestamente el núcleo dramático del asunto– lleguen recién a la hora y cuarto de metraje y que la película se alargue futilmente hasta completar dos largas horas y media de duración es, por lo menos, una exageración.
La denuncia al fascismo es tan obvia como elemental, la supuesta crítica al universo mediático estilo Gran Hermano –con una suerte de Jorge Rial futurista encarnado por Stanley Tucci– parece alimentarse de aquello que justamente cuestiona (ver, si no, la infinidad de modelitos y maquillajes a los que la producción de la película somete a Ms. Lawrence). Y el demorado duelo de titanes tiene menos acción física que tecnológica, con toda clase de nieblas y maremotos generados por computadora que hacen que todo parezca transcurrir en un mundo más que virtual, hecho no de sangre, sudor y lágrimas, sino de meros terabytes. El final –más que abierto, directamente un boquete– hace presumir que en menos de un año habrá más Juegos del Hambre. Para quienes no sean fieles seguidores del fenómeno –que los hay, los hay, y son muchos– se recomienda el ayuno y la abstención.