Los juegos del hambre, la saga con mejores críticas de los últimos años, enseña su segunda parte. Se trata de una consolidación y, por qué no, de una confirmación. En llamas trascurre en ese mundo que Suzanne Collins construyó con tanta coherencia (y doloroso parecido) en sus novelas: un mundo de absolutas desigualdades, donde aquella alta sociedad (el Capitolio) que vive su existencia de modo frívolo tiene que enterarse, tarde o temprano, que fuera de sus fronteras otras personas mueren en medio de la miseria. Entonces la confirmación: si alguien aún asemeja a la saga con los best-sellers adolescentes más simplones no está entendiendo. Los juegos del hambre es una gran construcción narrativa crítica.
Si en la primera entrega el foco se centraba sobre las juventudes usadas por (y para) el show, la secuela ya no deja dudas: nos acercamos a tiempos sociales tumultosos. Lo hermoso del mundo hermoso tendrá que dejar de ser. Porque lo horroroso del mundo horroroso sucede por mantener esa hermosura (parcial). En ese sentido de comprensión, En llamas es un film de ideas violentas, de extremos. Así tiene que ser. Al fin y al cabo, chicos y chicas, lo que está en juego es la Revolución, ni más ni menos. Y como producto artístico que el film es, el concepto de Revolución no es tomado a la ligera ni pintado con colores pasteles, como suele hacerse desde la TV o los periódicos. Tal vez sea ése el principal mérito del director Francis Lawrence: dar imágenes y tiempos exactos a un texto tenso, que elude lugares comunes y persigue el tiempo de cambio.
En En llamas nadie encontrará frases vagas como “tenemos que olvidar nuestras diferencias” o “debemos hallar qué nos une”. En la sociedad de Panem nada une: los unos viven de los otros; los abusivos del distrito rico insisten en que la muerte (de los otros) es divertida, es entretenimiento, está bien. La pintura que hace el film es tan certera que los planes maquiavélicos no se limitan a un presidente malvado (Snow, el inefable Donald Sutherland).
Los habitantes normales, quienes detestan el olor de los secuestrados de los distritos pobres, viven conformes dentro de ese estado de las cosas. Lo avalan. La antiheroina Katniss Everdeen (otra vez interpretada por una gran Jennifer Lawrence) avanza a paso dubitativo hacia el cambio, un cambio del que no está del todo convencida porque los aromas del individualismo –salvarse ella y sus seres queridos– la seducen una y otra vez. Pero las bondades de confort que ofrece el Capitolio no confunden a los amigos de Katniss: ellos se encuentran decididos a confrontar con ese modelo.
En llamas, como digna segunda parte o parte intermedia que es, se alista en la tradición de filmes como El imperio contraataca o Volver al futuro 2. Su guión es complejo, virtuoso, por momentos impreciso. Sin el orden que el director Gary Ross le dio a la primera entrega, esta continuación de Los juegos del hambre cae en varios desaguisados al momento de estructurarse. A medida que las cosas se van poniendo turbias, también pesa sobre la película una extraña certeza: que la película no va a terminar. Terriblemente inconclusa, el film corta ahí donde el espectador se halla acurrucado en su butaca, con los músculos tensos. Por delante queda una tercera parte, Sinsajo, pero para ella habrá que tener paciencia. Claro, los más chicos, los que vieron La guerra de las galaxias por cable, no conocen la rara sensación de no tener otra peli esperando por ser vista en la reproductora. He ahí otra buena definición que resume a “Los juegos del hambre”: el capricho del público no justifica todo.
Para la resolución de la historia hay que esperar.