No tan cool.
A Jonah Hill lo conocemos como actor (Super cool, El juego de la fortuna, El lobo de Wall Street) pero esta vez hace su debut como director con una película coming-of-age de gran precisión y sensibilidad, recreando el universo y el pasaje del pequeño Stevie (Sunny Suljic) a “hombrecito” miembro de una banda de amigos skaters, en los suburbios de Los Ángeles.
Stevie, el protagonista del filme, vive con su madre y su hermano mayor, a quien admira a pesar de que este lo agrede constantemente. Así, cuando ingresa a escondidas a la habitación de su hermano, lo hace como si fuera un profano en un templo; allí dentro admira los posters, los cd´s, ese mundo “de grandes” que lo fascina y, en su inocencia, añora.
La trama comienza a desplegarse cuando Stevie se incorpora a un grupo de chicos casi como si se tratara de “la mascota”. Los personajes se reúnen en una tienda de skates, fuman, miran la tele y hablan de cosas sin filtro como verdaderos teenagers. Así, poco a poco y no sin recelo por parte de su iniciador Ruben (Gio Galicia), Stevie se va ganando la complicidad y simpatía de los demás.
Entre slides, lips y grabs y una banda sonora encantadora compuesta por Trent Reznor y Atticus Ross, el director perfecciona las escenas logrando el clima indicado para reconocer todos y cada uno de los gestos de ese mundillo masculino que gravita entre la niñez y la adolescencia —incluyendo los ritos de iniciación, la vestimenta y los anhelos pero también las frustraciones de familias disfuncionales a las que pertenecen estos kids. Como constante, vemos un reclamo de responsabilidad, explicaciones y cariño —que varias veces transmuta en dolor de manera movilizante pero sin llegar a ser golpes bajos— hacia los verdaderos adultos, quienes parecen imposibilitados de asumir autoridad. Desde la joven mamá de Stevie (Katherine Waterston) hasta un policía que aparece en una escena realmente genial, recorremos el desafío de hablar con una generación para la cual el código parece estar encriptado en un discman y los movimientos reducidos a los de un joystick.
Los millennials sentimos que la atmósfera noventosa está lograda por un efecto importado, es decir, globalización mediante. Sin embargo, lo interesante de esta película es que no hay un retorno nostálgico que condicione la mirada: más bien vemos chicos al borde del milenio intentando encontrarle un poco de sentido a su cotidianeidad. El mundo es la calle, la plaza donde patinar y las lecciones de la vida que se aprenden con un grupo de amigos entrañables.
De esta manera, el film es una excelente panorámica de aquellos años donde “la conexión” no dependía de celulares ni de internet, una época en la cual los conflictos familiares se compartían sin filtro y realmente no todo era tan cool.