No avergonzarse del propio deseo. Quizás la verdadera transgresión de Louise May Alcott fue plantear las posibilidades para la vida de las mujeres a través de una disyuntiva que se lea como reclamo y que en el film se presentan como las únicas dos opciones de final que el editor (Tracy Letts) le ofrece a Jo para recibir sus escritos sobre una “historia para niñas”: casarse o morir. En esa dirección, Greta Gerwig , la aclamada directora de Lady Bird, vuelve a elegir a Saoirse Ronan para interpretar a la “salvaje” Jo en la nueva adaptación del clásico literario. Esa pequeñez, que para la época en la que fue escrita Mujercitas implicaba una condición de minoridad de las mujeres respecto a los varones, es puesta en escena y en diálogo con el presente en el film, de manera que vuelve a plantear el asunto de la adolescencia como categoría social con perspectiva de género, a la vez que atravesada por una economía que cercena las posibilidades de autonomía y despliegue de las mujeres en el mundo de las letras y las artes. Las hermanas Meg (Emma Watson), Jo (Saoirse Ronan), Amy (Florence Pugh) y Beth (Eliza Scanlen) encarnan las dificultades de aspirar a algo diferente a conseguir un marido, hasta un matrimonio con amor aparece como una utopía o un exceso de romanticismo, aunque claramente se está criticando la educación sentimental opresiva e infeliz que les deparaba a las pequeñas. En cuanto a las actuaciones, muchos esperaban a Emma Watson en el papel de Josephine March por sus antecedentes rebeldes potterianos, pero Saoirse Ronan realmente se luce como Jo. Sin embargo, es la Amy de Florence Pugh (nominada a mejor actriz de reparto) la que deslumbra sin ser la protagonista y rompe las escenas con líneas como “no avergonzarse de los propios deseos”. Timothée Chalamet en el rol de Laurie, único varón que accede al club de las mujercitas, le sienta perfecto el estilo de época y el desenfado que lo atan a Jo. Laura Dern encarna a la señora March o Marmee, abnegada y quién confiesa en una escena íntima la renuncia que implica criar a una conflictuada Jo que quiere ser libre pero no estar sola, mientras que Meryl Streep, la tía, representa cierto espíritu puritano a la vez que advierte amargamente las desgracias de “quedar soltera” o un matrimonio pobre. Película recibida por la Academia con 6 nominaciones para los Oscar a mejor película, mejor actriz, mejor actriz de reparto, mejor guion adaptado, mejor vestuario, mejor banda sonora, aunque ninguna para su directora lo que generó polémicas entre la crítica, incluyendo algunas voces en contra de la elección del manejo temporal del guion. Tampoco fue nominada la dirección de fotografía en manos de Yorick Le Saux, que hace de las escenas en la playa verdaderas pinturas. El asunto no es cuán conservadora o cuán feminista pueda ser esta remake, sino la invitación a mirar y a leer de nuevo un clásico para encontrar los motivos de su calidad, disfrutando de una bellísima y entrañable adaptación de esta coming of age inmortal.
Autobiopic. Varda por Agnès es un documental sobre cómo hacer un documental, pero también una exquisita narración autobiográfica dirigida por la talentosa, multifacética y encantadora Agnès Varda. Esta película le significó, en 2018, los premios Donostia en el Festival de San Sebastián y el Oscar honorífico por su carrera. La legendaria directora feminista hace un recorrido por su vida y toda su producción artística, intercalando un diálogo con un público real (parte del film la muestra dando una clase magistral en un teatro y luego siendo entrevistada) a la vez que imaginario, contando las historias que inspiraron su labor como directora, fotógrafa y artista plástica, desde 1956 hasta este año en que nos dejó. En este film vemos el lazo de la vida y el cine dado por una forma de mirar el mundo de manera rebelde a la vez que extraordinaria, una especie de rapsodia de sus creaciones que van de aquella mujer reconocida miembro de la Nouvelle Vague francesa (generalmente conocida por sus directores) hasta sus preocupaciones por el medio ambiente. Filmar el amor, su amor por Jacques Demy, el matrimonio, la familia y su crítica, la playa, los pájaros, los niños, los cuerpos de las mujeres, la importancia de los colores en la composición de una escena, el azar, son algunos de los motivos que la directora resalta como característicos de su obra y que dieron cualidades únicas a su estilo. Si bien hay mucho trabajo de archivo y cita, Varda puso a jugar toda su creatividad para hacer de un documental una película, combinando los recursos cinematográficos y la reflexión sobre ellos, como si todo fuera una gran instalación completamente atrapante, que recorremos en un travelling divertido y apasionante. A través del lema “inspiración, creación, compartir”, que es el motor del relato, se van conjugando con imágenes entrañables la realidad y la representación, el movimiento y la captura visual, el tiempo objetivo y subjetivo, todos temas de esta exploración retrospectiva e introspectiva que nos ofrece Agnès. Esta película resulta un legado que reúne cinco décadas de una de las cineastas más desafiantes de la historia del cine, que ahora nos mira desde algún lugar, a nosotros espectadores, con una sonrisa tranquila y sabia.
High life, space junk. High Life la última película de la reconocida directora francesa Claire Denis (Chocolat, Us go home, Beau Travail) divide a la crítica y no son pocos los motivos. El film propone un argumento, aparentemente de ciencia ficción, varias veces explorado y explotado: delincuentes de diversa calaña, parias de la sociedad o, podríamos decir, “inadaptados” de un futuro no muy lejano, que son enviados al espacio en cárceles como grandes containers de basura, a redimirse poniéndose al servicio de la ciencia en una supuesta investigación de agujeros negros. Agudamente, la directora elabora una línea de tensión y convergencia entre el ser desechado y la posibilidad de ser reciclado por esta misión científica, que realmente consiste en la reproducción forzada de la especie a años luz de la Tierra. La trama de High Life se desarrolla mediante dos tipos de flashbacks, uno a un pasado reciente que orienta la acción con la que comienza la película, y otro a un pasado más remoto que nos da alguna información sobre los personajes principales —Monte (Robert Pattinson), la doctora (Juliette Binoche) y el resto de los convictos— para comprender el armado conflictivo y perturbador de la misión. Enfocando en el contacto corporal, la libido, los comportamientos compulsivos y reprimidos, Denis da una vuelta más de tuerca a la narrativa interpelando sobre los complejos tópicos que orbitan en torno a la reproducción y las posibilidades de vida en el espacio exterior. Será la forma de filmar, contundente, explícita y hasta con algunos planos innecesarios, la manera de indagar sobre temas bien terrenales: el erotismo y la sexualidad, la violencia, el delito, el deseo, las funciones corporales y los afectos anulados. De modo que, haciendo un juego con la idea de high (alto), las alturas morales no son el lente para dar con la punzante propuesta de mostrar la fragilidad de la vida, las normas y normalizaciones biológicas y culturales que gobiernan la perpetuación de eso que denominamos “lo humano”. En un contexto de supervivencia miserable, donde se disminuye y equipara la vida a “la misión”, es decir, entendida como mero experimento o artificio reproductivo, la tripulación de la nave queda reducida a seres fundamentalmente desechables. Por momentos lento, y otros demasiado violento, el film transcurre entre el agobio del encierro sideral y la mecánica del comportamiento de subsistencia respecto a un simulacro constante de entorno vital (una huerta, ventanas para mirar, procedimientos de higiene). El encuadre fílmico que busca insistir a través de preguntas implícitas por esas condiciones que nos colocan en la más alta jerarquía de las especies, nos reubica con un sutil guiño antiespecista que atraviesa de cabo a rabo esta historia. High Life no cuenta con grandes efectos especiales ni espaciales, sino con una mirada que interpela sobre aquello que llamamos vida.
Rabia humana. Dogman es la última película de Matteo Garrone quien, casi jugando con su reconocimiento de gran director realista italiano, declaró que la audiencia ideal es “la que no sepa nada de los hechos reales en los que se basa este film”. Ciertamente vemos que, tanto la realidad como la ficción, funcionan aquí a modo de umbral inestable entre las tomas donde conviven el sometimiento alevoso y violento, conversaciones de vecinos, chicos jugando al fútbol y baños caninos. La historia se basa en hechos sucedidos en la Italia del 88´, más precisamente en Roma, y la ficción los traslada a un barrio aislado de la actualidad, cierto lugar de excepción —haciendo un guiño al coterráneo Giorgio Agamben— escenario de la verdadera pesadilla que proyecta la trama de Dogman. Marcello (Marcello Fonte, premiado como mejor actor en el Festival de Cannes de 2018) encarna al peluquero de perros, pequeño, debilucho, quien accede a vender drogas por dinero y una droga mayor: el cariño y aceptación de los demás. Entre sus compradores aparece, enorme y macabro, Simoncino (Edoardo Pesce) con un perfil cocainómano y de una brutalidad desesperante. Aquél, preocupado por la aprobación y pertenencia social. Este, despiadado y dueño de una crueldad sin límites. Entre Marcello y Simoncino se desenvuelve el drama de la sumisión física y psíquica en una especie de lealtad retorcida, mientras que para la comunidad el problema se transforma en qué hacer con el matón que tiraniza el humilde barrio de las afueras de Roma. Un aspecto a destacar de la película es que la animalidad es presentada como una conexión a la ternura que reconocemos entre Marcello y Alida (Alida Baldari Calabria), su hija de nueve años. Por otra parte, la bestialidad se refleja en ambos hombres fuera de sí, en los ataques de ira, las adicciones y el exceso de la venganza. Por momentos escalofriante, con escenas de suspenso muy intenso, esta película genera el efecto de cautiverio del mínimo Marcello —quien parece disminuir su tamaño mientras avanza la narración— y hasta nos hace sentir cierta simpatía por él. Si bien es difícil identificarse con el sadismo (de entrada o que resulta) de los personajes principales, el film interpela insidioso sobre qué empuja y desata la destrucción entre dos hombres, qué puede enajenar y arrojar a semejante escalada de violencia compleja y contradictoria a dos personas. Estas preguntas se abrirán sin dar respiro a los espectadores y manteniéndolos atrapados hasta el final.
No tan cool. A Jonah Hill lo conocemos como actor (Super cool, El juego de la fortuna, El lobo de Wall Street) pero esta vez hace su debut como director con una película coming-of-age de gran precisión y sensibilidad, recreando el universo y el pasaje del pequeño Stevie (Sunny Suljic) a “hombrecito” miembro de una banda de amigos skaters, en los suburbios de Los Ángeles. Stevie, el protagonista del filme, vive con su madre y su hermano mayor, a quien admira a pesar de que este lo agrede constantemente. Así, cuando ingresa a escondidas a la habitación de su hermano, lo hace como si fuera un profano en un templo; allí dentro admira los posters, los cd´s, ese mundo “de grandes” que lo fascina y, en su inocencia, añora. La trama comienza a desplegarse cuando Stevie se incorpora a un grupo de chicos casi como si se tratara de “la mascota”. Los personajes se reúnen en una tienda de skates, fuman, miran la tele y hablan de cosas sin filtro como verdaderos teenagers. Así, poco a poco y no sin recelo por parte de su iniciador Ruben (Gio Galicia), Stevie se va ganando la complicidad y simpatía de los demás. Entre slides, lips y grabs y una banda sonora encantadora compuesta por Trent Reznor y Atticus Ross, el director perfecciona las escenas logrando el clima indicado para reconocer todos y cada uno de los gestos de ese mundillo masculino que gravita entre la niñez y la adolescencia —incluyendo los ritos de iniciación, la vestimenta y los anhelos pero también las frustraciones de familias disfuncionales a las que pertenecen estos kids. Como constante, vemos un reclamo de responsabilidad, explicaciones y cariño —que varias veces transmuta en dolor de manera movilizante pero sin llegar a ser golpes bajos— hacia los verdaderos adultos, quienes parecen imposibilitados de asumir autoridad. Desde la joven mamá de Stevie (Katherine Waterston) hasta un policía que aparece en una escena realmente genial, recorremos el desafío de hablar con una generación para la cual el código parece estar encriptado en un discman y los movimientos reducidos a los de un joystick. Los millennials sentimos que la atmósfera noventosa está lograda por un efecto importado, es decir, globalización mediante. Sin embargo, lo interesante de esta película es que no hay un retorno nostálgico que condicione la mirada: más bien vemos chicos al borde del milenio intentando encontrarle un poco de sentido a su cotidianeidad. El mundo es la calle, la plaza donde patinar y las lecciones de la vida que se aprenden con un grupo de amigos entrañables. De esta manera, el film es una excelente panorámica de aquellos años donde “la conexión” no dependía de celulares ni de internet, una época en la cual los conflictos familiares se compartían sin filtro y realmente no todo era tan cool.
SOS. El Ártico es una película dirigida y guionada por Joe Penna, que se inscribe en el drama de supervivencia cuya locación es el entorno montañoso y glacial de Islandia. Mads Mikkelsen es el actor elegido como protagonista de la historia, quien realmente se luce en su papel de ingenioso y obstinado sobreviviente. Con las primeras escenas, podemos suponer que el personaje es piloto, que su avión cayó y está en ese lugar hace varios días. Sus habilidades, obligadas de profesión, hacen que desarrolle desde una rutina de envío de señales de rescate hasta un sistema de pesca, todo ello ordenado por el sonido de su reloj para, entre otras cosas, no perder la cabeza en la espera de socorro. La película parece terminar a los diez minutos de su comienzo con un helicóptero de rescate, que en plena tempestad, recibe los códigos que emite el dispositivo armado y ubicado estratégicamente por el protagonista. Pero no será así. Este giro hará que Mikkelsen agregue características de cuidado más que de heroísmo a su perfil y, principalmente, incorporará el móvil que da comienzo a la verdadera odisea. La decisión de ir hasta un refugio cruzando una cadena montañosa o permanecer en el interior del avión caído dependerá sólo de él, pero ya no sólo su vida estará a merced de tal determinación. Este film transcurre prácticamente sin diálogo, y los sonidos del viento brutal, los golpes en la nieve, las tormentas heladas que sobredimensionan el silencio en el que subsiste el personaje se convierten en elementos centrales. Impactante como hostil, las grandes tomas del paisaje blanco logran el efecto desesperante del género, pero la narrativa no deja de ser un poco aburrida. Esas pocas palabras que escuchamos —casi siempre dichas por el protagonista para sí mismo, a veces como una plegaria, otras para recordarse la voz— lo mantienen en pie a duras penas en tanto avanza la travesía. Los subtítulos traducen “it will be ok” como “no pasa nada” (parece un fallido del traductor) cuando, ciertamente, suceden cosas que el personaje no niega sino que enfrenta con un “todo va a estar bien”. No es mero optimismo, es un empuje subjetivo frente a lo imposible en ese contexto adverso y en las condiciones de su cuerpo. Lo que sí es seguro, es que no ocurre nada sorprendente, ni el sobreviviente se transforma en un Robinson bromista de su desgracia y mala suerte. Mikkelsen sí se ríe, pero con un dejo de fatal ironía frente a lo accidental, lo impredecible: es la vida de nuestra especie intentando poner orden, domesticar y dar cobijo frente a la vida de la naturaleza salvaje, imponente e indiferente.
Otras formas de encajar. Nadando por un sueño pone en escena a un grupo de hombres en plena crisis de mediana edad buscando sentido a su vida familiar, laboral y personal. Una pileta será el espacio que los reúna en un equipo de nado masculino sincronizado para enseñarles a respirar de nuevo, a compartir sus vivencias en los cambiadores o en el sauna, y a poner perspectiva sobre los pesares, la depresión y las aspiraciones frustradas. La película transcurre entre el recupero de episodios de las biografías de los protagonistas que marcan sus perfiles, y los sucesos que se desencadenan a partir de la incorporación de Bertrand (Mathieu Amalric) a este grupo de hombres que necesitan salir del agobio existencial y la depresión. El equipo acuático será entrenado por dos profesoras: la permisiva Delphine (Virginie Efira) y la estricta Amanda (Leila Bekhti), que han sido pareja de nado y amigas en el pasado. Ambas encarnan dos modos de enseñar que hacen de diferencia pero también de complemento y equilibrio en la formación de estos particulares nadadores. La competencia aparece —cuando buscan sumarse a un campeonato nacional-— como estímulo del team y motor del guion, pero lo que cuenta como logro en la narración no se reduce a la mera inversión de perdedores a ganadores, sino que apunta a mostrar la importancia de la pertenencia para el autoestima que estos veteranos sienten haber perdido en el camino. Gran parte del humor de esta comedia dramática se produce en la mezcla entre disciplina, control y exigencia por un lado, y rebeldía, pereza, libertad y hasta abandono por el otro, que el director recupera en las tomas del entrenamiento de esos cuerpos, sin pretensiones de atleta. Esta combinación sirve para desdibujar los límites de dos maneras estrictas de ser, y del sesgo de género frente a esta disciplina —nado sincronizado— que arrastra con los trillados prejuicios de vinculación de la gracia y belleza a “lo femenino” y la rudeza y agresividad a “lo masculino”. De esta manera, vemos constantes reformulaciones del planteo binario inicial de círculos o cuadrados, con el que se caracterizan los posibles modos de vida con el único objetivo de adaptarse. Serán los hijos de los personajes, con mayor o menor crudeza y/o ternura, los encargados de traer a tierra las ilusiones de sus padres, pero también de darles la posibilidad de sobreponerse a la frustración de los sueños no cumplidos enfrentando sus miedos. Es cierto que a veces se mantienen a flote a algunos de los personajes con escenas un poco forzadas aunque graciosas, aunque otras veces el director se enfoca en adversidades complejas como será el dramático caso de Laurent (Guillaume Canet) con su madre; de igual manera, siempre busca apelar a la importancia del sostén entre los compañeros, la necesidad de confiar y detectar el momento del silencio y abrazo para que nadie se hunda. Es una película sencilla, entretenida, con historias comunes que se vuelven divertidas poniendo a prueba estereotipos sin salirse de ellos, llevando al ridículo las pretenciosas formas sociales que clasifican a las personas, sus modos de vivir y sus formas adaptarse al mundo.
El árbol de una vida. La esperada película turca de Nuri Bilge Ceylan El árbol de peras silvestres, requerirá de tres largas horas de nuestra vida para atender a la del renegado e introvertido Sinan (Dogu Demirkol), un joven escritor quien, al regresar a su pueblo luego de estudiar en la universidad, busca patrocinar la publicación de su primera novela. En medio de esa ardua búsqueda se encontrará con lo que creyó viejo y lejano pero que siempre lo acompañó y, sobre todo, lo que entonces no podía y ahora ve pero le cuesta aceptar. El filme plantea la metáfora del árbol en la trayectoria de un aprender/desaprender, de desilusiones y atravesar inviernos crudos para madurar y dar el fruto más dulce de la escritura. Ya desde la imagen del árbol en el afiche de la película se juega con la idea de cuánto de las ramas en realidad son raíces, y abre la curiosidad sobre ese árbol solitario y deforme encarnado por Sinan, que parece seco como el pozo de agua en el que tanto se esmera y hasta empecina su padre Idris, brillantemente interpretado por Murat Cemcir. La figura del padre es un signo de interrogación para los espectadores: por un lado vemos que es un maestro frustrado —es muy interesante seguir en paralelo el drama de las profesiones en el mundo turco, la escasa posibilidad laboral y la resignación a pertenecer al ejército o la policía— pero que a la vez arruina a la familia con las apuestas. En un momento, Sinan intenta imitar aquella docencia casi como para redimir a Idris, entre el desprecio, la pena y el amor. Sinan, personaje que parece tener siempre una comprensión más acabada que el resto del elenco sobre lo que transcurre, se posiciona casi como un extranjero y a veces un etnógrafo de la cultura turca. Esto no es menor si pensamos que la locación elegida por Ceylan es una de las costas donde se encuentran Asia y Europa. Aquel entendimiento que parece habérselo dado a Sinan el irse de su lugar natal y cuestionarlo desde las enseñanzas académicas —de lo cual reniega también— será matizado por el afecto, las pasiones y la sensibilidad que despierta el paisaje y los habitantes entrañables de su terruño: la verdadera sabia del árbol que va desplegando la narrativa. Estéticamente preciosa, esta película apuesta por los planos y composiciones campestres donde la fotografía es magistral. Se muestra el pueblo y los rostros de forma bella y amorosa, fuera de la típica imagen agreste y hostil de Turquía, pero también en los viajes a la ciudad de Çanakkale para rendir como docente, para encontrarse con otro escritor, el canal que atraviesa la ciudad parece una especie de París. Así, entre la Gran Literatura, los best-sellers y la escritura mínima, Sinan encontrará su modo de expresarse. Algunos cuadros de la película, de todas maneras, resultan un poco saturados de metáforas, señaladas al espectador como con una flecha gigante, obvias. Y tampoco colabora la utilización del mismo segmento musical —violines— en toda secuencia reflexiva; a veces es realmente insoportable. Se generan diálogos efectivamente de gran profundidad, pero también es fácil perderse por el ritmo del idioma y el intento de hacer de todo una cuestión filosófica o teológica…lo cual quizás resulta innecesario y/o sobreentendido. De este modo, llamará la atención el contrapunto que se da entre la tradición y lirismo de la escritura, y el avance de la tecnología sobre el contexto rural y casi atemporal donde transcurre la acción: una moto o un mensaje de texto que llega para romper la atmósfera nostálgica de un joven que no busca escribir la gloria ni la decadencia de su pueblo, sino la intimidad y maduración de su mirada sobre ese mismo lugar.
Sin fecha, sin firma. La decisión (2017) es un drama sobre la complejidad y los matices de la responsabilidad en las acciones humanas; actos que no sólo dependen de decisiones racionales individuales sino de múltiples factores que intervienen y complican una escena accidental hasta convertirla en un verdadero dilema ético. De hecho, así comienza la segunda película de Vahid Jalilvand, con un accidente que involucra a un médico forense (Amir Aghaei), a un motociclista (Navid Mohammadzadeh) con su mujer (Zakieh Behbahani) e hijos, y a una decisión. Entre lo accidental y lo decisivo, se pondrá en entredicho lo que connotamos prudente o conveniente, pero sobre todo las herramientas con las que circunscribimos un hecho a una relación causa-efecto. Entre el hecho y valor, la firma como símbolo de autoría que implica aceptar la participación de una cadena de signos y acciones, hacerse cargo de un segmento poco claro a la vez que recortado de la realidad, se vuelve una duda mortífera para los personajes principales. En esta historia, la cuestión es que no cualquier firma ni palabra posee el mismo peso, y la pregunta que corroe es acerca de esa carga de responsabilidad en torno, nada más y nada menos, que a una muerte y sus consecuencias. Cabe señalar que hay un logro estético respecto al trabajo sobre la temporalidad como enemiga de cualquier buena intención de los personajes, lo que genera en el espectador la idea de evitabilidad, a la vez que deja fuera una comprensión trágica de lo que acontece. El doctor forense Nariman se reprochará el pensar demasiado. Quizás su verdadero error sea que se demora en hablar, más que en su evaluación clínica. Demorarse implica múltiples decisiones de interpretación en juego al momento de responder qué pasó: se debe decidir qué cuenta como causa eficiente, qué como accidente, qué como fatalidad. El tardarse parece un vicio sobre el tipo de juicio que la vida necesita para no convertirse en un retorno causal paralizante, a la vez que cobarde o incluso absurdo. Detalle no menor de este film iraní es que la pregunta insistente y pronunciada, la intuición sobre lo no dicho, se libera en boca de quienes han sido históricamente calladas, las mujeres. Los hombres oscilan entre el peso del silencio y la sentencia que dicta la balanza de su profesión y su rol social. El verdadero dilema aparece cuando se debe decidir qué y cómo maximizar o disminuir el padecimiento y las consecuencias que acarrea tanto la ausencia como la presencia de explicación de una muerte. Dos escenas que comprometen a los personajes principales operan como contrapunto troncal de la narración, a la vez que conmueven y manifiestan la crítica a la asepsia de los modos de pensar el accionar como racional. Por un lado, la medicina y su profesión establecen un puente sensible entre Oriente y Occidente y, por otro lado, la pobreza sin cura parece operar como una estética global. El director nos arrastra de la sangre de la ira ciega y la furia vengadora a escenas de racionalidad pulcra de hospital, donde se lava la muerte y se la establece como un hecho con causas aparentemente indiscutibles. La tensión entre la responsabilidad de los especialistas y la culpa fatal de los humanos, no hace más que acrecentar el sufrimiento que este film muestra brillantemente. No hay música que suavice ni resalte las escenas. El sonido crudo de lo cotidiano es la atmósfera sonora de los espacios en los que transcurren las acciones: salas de espera interminables, cajas de cambio, cinturones de seguridad, puertas, portones y rejas que se abren y cierran casi automáticamente. Al silencio de la noche, se aplaca el bullicio mundano y despersonalizador de las instituciones que atraviesan de principio a fin la trama de la película. El dolor frente a la muerte que no puede ser articulado en palabras, el grito desgarrador, el llanto universal ante la pérdida inescrutable, son escenas donde el elenco se destaca en una interpretación movilizante. Un hecho que no se deja capturar por el dispositivo médico, un diagnóstico sin firma que nos obliga a preguntarnos repetidamente en el transcurso del film qué es realmente lo que desata la dramática situación. Entre lo dicho y la omisión, entre las acciones mínimas y las grandes sentencias, entre las miradas acusadoras y los gritos desgarradores, la vida y la muerte toman cursos difíciles de interpretar y explicar para la tranquilidad de las conciencias y/o el alivio de las voluntades e intenciones de los personajes. La decisión es un excelente drama sobre la ambivalencia, el temor, el coraje y las elecciones a la hora de reconstruir una muerte que, aún acontecida, multiplica sus efectos devastadores en la vida, e interpela sobre la responsabilidad que pendula siempre entre lo evitable y lo inevitable.