El debut en la dirección del actor Jonah Hill es un clásico, y si se quiere algo convencional coming of age. Una de esas películas de crecimiento que desarrolla su guión (también de Hill) sobre una serie de instantáneas de inflexión entre la infancia y la adultez. En este caso, la crónica de un niño solo llamado Stevie (el estupendo Sunny Suljic), que encuentra compañía en la amistad con un grupo de amigos mayores. Los que andan en la vuelta de la tienda de skates y, según su madre, “parecen una pandilla”. Es que son skaters que dicen guarradas, fuman, beben y hablan de sexo, entre los cuales el protagonista se ve más chico todavía.
Quizá contra esa sensación de pequeñez, porque en casa es hermano menor, es que crece su admiración y sus ganas de acercarse a ellos. Que lo aceptan como uno más y hasta le ponen un apodo. Son los mediados de los noventa del título, en una Los Ángeles para nada rica y famosa. Y Stevie prefiere andar con sus nuevos colegas que estar en casa, donde la madre poco presente y el hermano bully se combinan para su infierno perfecto. La primera escena de la película, sin ir más lejos, es la paliza que le propina el mayor.
Hill encuentra no pocos logros en su relato, empezando por sus personajes. Tanto el grupo de chicos desclasados como su escueta familia (los estupendos Katherine Masterson y Lucas Hedges) dejan con ganas de saber más de ellos. Y, por elevación, de su protagonista. En los 90 funciona también como un drama, un derrotero sobre los peligros de crecer de golpe, y a los golpes. El link con la más cruda Kids, de Larry Clark y Harmony Korine, puede venir a la cabeza, pero esta es una exploración más melancólica y sutil, en el subgénero de los cambios de etapa, y que uno sospecha con anclajes autobiográficos. Con momentos más débiles, que amenazan con ponerse sobre explicativos. Y con otros luminosos, apoyados por un gran soundtrack que va del hip hop a Pixies y Herbie Hancocken. En los que nace una emoción genuina: dos chicos deslizándose sobre sus tablas por el medio de una avenida, en un atardecer de L.A., mientras suena We'll let you know de Morrissey y los problemas desaparecen.