“En la vida todo se trata de elegir. Cada elección que hacés va a tener un impacto directo e inimaginable sobre vos y otras personas. Y vaya si ahora me tocaba tener que elegir”.
La película se llama “En nombre del amor”, y mientras vemos a Travis (Benjamin Walker) ingresar al hospital con un ramo de flores preguntando por Gabby (Teresa Palmer), escuchamos (aproximadamente) esas palabras dichas en off por él mismo. Imaginamos la obviedad de una trama que luego el guión de Bryan Sipe se encargará de confirmar diálogo a diálogo.
Esta es la onceava producción que Hollywood produce basándose en una novela de Nicholas Sparks, el Corín Tellado moderno.
Hay un flashback (como siempre) para que el espectador entienda porqué Travis entró al hospital. Una de esas tramas de chico lindo con plata-conoce a chica linda con plata, en las cuales chorrea miel de la pantalla. Es más. No hay mala gente en esta historia. Todos son buenos, comprensivos, sin conflictos, saludan, hacen bromas, los viejos no se quejan, los perros casi no ladran. ¡NO LADRAN!, los perros! ¿Se da cuenta? Mi abuelo tenía un ovejero alemán en el campo que andaba disfónico de tanto gritarle a cuanta cosa olía por ahí. Acá no. Ni el viento jode al olfato. Curioso, porque además son dos perros los que hacen que Travis y Gabby se conozcan, se miren, se gusten, pero tarden cuarenta minutos de película para besarse. Por supuesto, lo hacen tirando todo lo que hay en la mesa de una cocina, y luego despiertan satisfechos a la mañana sin que el peinado se haya corrido ni un milímetro de donde lo haya dejado la maquilladora en la escena anterior.
Por supuesto que la vida transcurre entre paseos en bote, atardeceres sonrosados, todos los planos que se puedan afanar de la publicidad del chocolate Tofi están acá.
El montaje es una catarsis de elipsis, a cual más innecesaria. Pero no importa porque acá lo que se tiene que entender es que ellos están bien hasta que pasa algo. Eso que toda la platea imaginó cuando Travis hablaba de las elecciones. Aburre tanto la trama que, por ejemplo, hacia los 65 minutos conté 19 cambios de vestuario de él y 17 de ella. Luego me aburrí pero que ropero debe tener cada uno. Y ya que hablamos de posesiones, le aviso que en este pueblo los veterinarios recién recibidos que trabajan en un local chiquito, que encima comparten con el padre, ganan re-bien. Lo suficiente como para tener barco, cabaña al borde del río, auto, etc. etc.
Algunos diálogos dan un poco de vergüenza ajen, y por momentos hay tantos cambios de temas musicales que uno tiene la sensación de que alguien de la producción rompió un botón del control remoto del equipo reproductor de CD y ahora no sabe cómo pararlo.
Ella es simpática. Linda sonrisa de dentífrico. Él es perfecto. Buena mirada, nariz respingada, pared abdominal de publicidad de calzoncillos. Todo es así. Todo lindo, todo bien empalagoso para que se convierta en la película romántica de la temporada, pese a la dirección de Ross Katz, quien se apoya en el mundo publicitario para darle forma a una historia que por inverosímil se alarg, y para colmo justifica las acciones contradiciendo los discursos de los protagonistas. Es demasiado.