En el filme “En nombre del amor” hay mucha ridiculez y falta de talento. El argumento se podría repetir de memoria.
Los best sellers románticos de Nicholas Sparks llevados a la pantalla grande ya constituyen una especie de género aparte. La intención de En nombre del amor es clara: fomentar el traspaso y la reproducción del habitus de la clase social a la que está dirigida (si papá es médico, el hijo también tiene que serlo).
La película cuenta la historia de dos jóvenes que viven solos en casas de campo, ubicadas en la zona del Sur de Carolina, a la orilla del mar.
Travis Parker (Benjamin Walker) es un médico veterinario que vive la vida como un bon vivant. Trabaja con su padre, quien también es veterinario, y en sus tiempos libres sale con amigos y amigas (todos de una belleza inverosímil) a pasear en lancha. Lo que Travis no sabe es que tiene una nueva vecina de la que se va a enamorar al toque: Gabby (Teresa Palmer), una asistente pediátrica y estudiante de medicina que vive con su perra.
Una noche, Travis se encuentra afuera de su casa escuchando música y Gabby sale a pedirle que baje el volumen porque está estudiando. Lo que sigue ya lo conocen de memoria. Hay un tercero (el novio de Gabby), hay cenas románticas, diálogos vergonzantes, perros que llevan cartas (como si fueran palomas mensajeras), personajes que desaparecen como por arte de magia y luego vuelven a aparecer (la novia de Travis, por ejemplo).
En el filme hay mucha ridiculez y falta de talento (los perros actúan mejor que los actores). La música entra siempre a destiempo, como si al realizador le resultase imposible pensar la imagen y el sonido como dos elementos con funciones propias pero a la vez complementarias.
La puesta en escena es de revista religiosa, de esas que nos alertan del apocalipsis y a cambio nos venden un mundo en familia, feliz, rodeado de hijos y sonrisas resplandecientes. Todo está dotado de un tono coelhista, de autoayuda, como si se pretendiera dar lecciones de vida.