Si dejáramos de lado el acompañamiento que tuvieron cada una de sus películas tanto en el BAFICI (que hace dos años le dedicó una retrospectiva) como en el Festival de Mar de Plata, podríamos decir que Hong Sang-soo es un desconocido por estas tierras: hasta En otro país no se había estrenado ninguna de sus catorce películas. Que esa omisión por parte de las distribuidoras se haya quebrado durante el 2013 quizás tenga que ver con la presencia de la gran Isabelle Hupert en los créditos, una de esas decisiones de casting que muchas veces se derivan del interés de un realizador por circular con más facilidad en otras geografías.
En otro país articula su relato a partir de una puesta en abismo, esos entramados que esconden una o varias historias dentro de otras historias. Dos mujeres, madre e hija, viajan a Mohang con el objetivo de escapar de sus acreedores. Para entretenerse, la hija improvisa con birome y papel tres historias diferentes, o tres versiones de una misma historia. De la misma manera que en The day he arrives (El día en que él arriba) u otras películas de su autoría, Hong Sang-soo introduce ligeras variaciones en el recorrido de su protagonista, en este caso una francesa llamada Anne, que Hupert interpreta con el tono justo. Ella será, en las tres historias, una cineasta, una mujer casada que tiene un romance con un hombre coreano y una mujer abandonada por su marido que viaja a Mohang para cambiar de aire. Más allá de las diferencias de carácter entre las tres versiones de Anne, lo que se repite es su estadía en el mismo hotel de Mahong y su encuentro con un guardavidas, especie de tonto encantador con el que mantiene diálogos sobre un faro perdido. Ese mismo faro –que nunca se ve pero casi siempre se busca-, la playa, un vestido, un paraguas y una encrucijada frente a la cual Anne duda, son algunos de los tantos elementos que se repiten con distintos colores y en distintos momentos del día. Lo que prevalece a simple vista, en ese recorrido de pequeños detalles, es el desconcierto de una mujer, estado que se ve reforzado por su condición de extranjera. La escena en la que Anne mantiene un diálogo con un monje budista sobre el paso del tiempo, el sexo y las posesiones, podría leerse como núcleo simbólico de ese desconcierto. Pero Hong Sang-soo está menos interesado en el desequilibrio de su personaje que en las distancias que existen entre los cuerpos. El eje central es la imposibilidad de comunicarse, circunstancia que parece contrastar con la decisión de Hong Sang-soo de filmar a los personajes siempre en una misma imagen, nunca separados por el plano-contraplano más pedestre.
El cine coreano de los últimos años está marcado por la voluntad de dialogar con los géneros clásicos. Algunos lo hacen muy bien, como Bong Joon-ho, Kim Jee-woon o Park Chan-wook, pero en Hong Sang-soo hay algo más que una voluntad narrativa: la raigambre clásica de su cine reside en cierta tersura que convierte a las imágenes en un murmullo placentero. El paraguas, los vestidos y los celulares se pierden, se esconden o saltan de historia en historia con la impertinencia de las cosas vivas. Esa parece la voluntad de este, uno de los grandes directores de la actualidad: convertir una anécdota mínima en una máquina hermosa con pulso propio.