A mediados de los años 70, el realizador italiano Gillo Pontecorvo descubrió que se podían contar hechos políticos con tensión narrativa, suspenso, violencia y emoción. En otras palabras: en formato de thriller, invención narrativa de la nación imperial. La película en cuestión es La Batalla de Argelia (1965) y se trata de una obra maestra hecha y derecha. No solo por sacarle el jugo al máximo a todos los recovecos del género, sino por virturdes que el género no suele tener y que se corresponden con el estilo semidocumental y en blanco y negro con el que el cineasta italiano decidió mixturar el thriller: crudeza visual, sensación de “vivo” y nervio narrativo. Con el thriller político sucede algo semejante a lo que pasa con el spaghetti western, otra creación italiana: comienza con una obra maestra (en el caso del spaghetti western con varias, todas firmadas por Sergio Leone) y de allí en más languidece.
Notorios cineastas de izquierda filmaron, en algún momento de sus carreras, al menos un thriller político, formato que permite fusionar el “cine de ideas” (de ideas políticas, en este caso) con una expectativa de mercado: el thriller vende, es un género instalado y tiene su público. Ken Loach lo practicó con fortuna diversa. Bien en Agenda Secreta (1990) y de manera más bien fofa en Route Irish (2010, estrenada en Argentina hace unas semanas, con el título La Verdad a Cualquier Precio). Bernardo Bertolucci lo reinterpretó desde las coordenadas del decadentismo viscontiano en La Estrategia de la Araña (1972, basada en “Historia del traidor y del héroe”, de Borges) y El Conformista (1973). El productor español Gerardo Herrero podría decirse que se especializó, durante años, en este subgénero, con una serie de películas dirigidas por él mismo o por otros. Todas malas: Territorio Comanche (1997), El Misterio Galíndez (2003) y Heroína (2005), entre muchas otras. Tiempo de Revancha (1981) y Últimos Días de la Víctima (1982), ambas de Adolfo Aristarain, son thrillers políticos. Pero buenísimos, por la sencilla razón de que a Aristarain, a diferencia de la mayoría de quienes incursionan en este subgénero, le interesa tanto narrar como darle un sentido político a la narración.
Ahora es el alemán de familia turca Fatih Akin el que se aventura en el subgénero. Conocido en Argentina sobre todo por Contra la Pared (2004), y también por Al Otro Lado (2007) y Soul Kitchen (2009), se asocia a Akin con una voluntad de denuncia política (del racismo y la xenofobia antiinmigratoria de la población alemana) y una visceralidad de puesta en escena que se hacían presentes en Al Otro Lado. Frente a En Pedazos (Aus dem Nichts / In the Fade, 2017) conviene olvidar todo eso. O lo último, más precisamente. La historia de En Pedazos es elemental. Katja, rubísima aria (Diane Kruger), vive en feliz matrimonio con Nuri, extraficante de origen turco, y con el hijo de ambos, hasta que una bomba hace estallar todo por los aires. Katja está convencida de que se trató de un atentado neonazi. Tras superar el dolor de la pérdida y enfrentar a policías que sospechan más de la víctima que de los victimarios, y a jurados muy dispuestos a absolver a aquellos a los que las pruebas incriminan, intentará como último recurso la justicia por mano propia, casi como versión femenina del vengador solitario (el de Charles Bronson o el de Bruce Willis, lo mismo da).
Hay una diferencia entre los thrillers estadounidenses y estos thrillers hechos por cineastas de izquierda. Más allá de las fórmulas y de las repeticiones, los estadounidenses suelen estar bien narrados. Al menos en términos de tensión, de violencia, de vueltas de tuerca que mantengan un poco el interés. En Pedazos es un thriller lineal, básico, ante el cual en lugar de persecuta o adrenalina se siente sopor. Durante los largos interrogatorios a los que el jefe de policía (un tipo con pinta de lumpen triste, de ceño fruncido, barba crecida y arrugas en la frente), la propia Diane Kruger (que está magnífica, por cierto) parece a punto de quedarse dormida. Después viene una media hora de tribunal, semejante o inferior a la de cualquier serie del montón, y finalmente la parte “vengadora solitaria”, que transcurre en Grecia, donde un miembro del partido de ultraderecha Aurora Dorada sirve de anfitrión a los autores del atentado. Allí, Katja desactiva una bomba con la que pensaba cobrarse venganza… para no matar a un pajarito. No es una manera de decir: es así nomás. Con notable coherencia humanista, se niega a matar a un pajarito pero no a… no podemos decir más, que quien quiera lo vea por sí mismo.
En el medio aparecen algunos personajes, sobre todo la madre de la protagonista, que le sirven a Akin para volver a denunciar el microfascismo cotidiano de la sociedad alemana de aquí y ahora. Pasa algo curioso con esta clase de películas de cineastas “consagrados”: el nombre del realizador funciona casi como extorsión en relación con el público, la prensa especializada y todo el establishment cinematográfico de festivales y premiaciones. “No se te ocurrirá hablar mal de una película de Fatih Akin, ¿no?”. Entonces sucede que esta película muy mala se presenta en Cannes, Diane Kruger gana allí la Palma a Mejor Actriz (un premio justo), después empieza todo su recorrido por festivales, montones de asociaciones de críticos estadounidenses la consagran como Mejor Película Extranjera 2017 (extranjera al interés cinematográfico, podría ser) y termina ganando el Globo de Oro en la misma categoría. Con lo cual, de aquí en más su realizador podrá dedicarse a hacer películas iguales a esta, con la garantía de seguir siendo considerado un “autor” a seguir.
No se te ocurrirá hablar mal de una película de Fatih Akin, ¿no? Sí, si es mala sí.