El director alemán de origen turco Fatih Akin encuentra en la Alemania contemporánea un territorio fértil para abordar la xenofobia y la violencia que atraviesan a Europa desde una mirada no exenta de subrayados y maniqueísmo. La explosión de una bomba en un barrio de inmigrantes de Hamburgo no solo destruye la vida de Katja (Diane Kruger), tras la muerte brutal de su marido y su hijo, sino que la sumerge en una oscuridad emocional cuya puesta en escena tiene más de calculado efectismo que de rigor y sutileza.
Akin divide su película en tres partes. En la primera conocemos a la familia de Katja antes y después de la tragedia: las raíces kurdas y el pasado carcelario de su marido, la felicidad perdida. La puesta en escena combina la tensión de la cámara en movimiento y la cercanía de los recuerdos familiares con la opresión de los espacios vacíos y la soledad de Katja en sus horas de mayor desolación. En la segunda y tercera, el juicio y sus consecuencias, esa inquietud originaria se extiende casi al límite de la explotación al exhibir el llanto y la sangre como golpes dirigidos al espectador antes que como instancias claves de la devastación existencial del personaje.
Diane Kruger expresa los ecos de un interior fracturado en una historia que deriva hacia el cinismo de los villanos, el retrato pasivo de las comunidades afectadas e incurre en la irresponsable estética -eso sí, sin el disfrute culposo- del melodrama de venganza.