El director perdido en su laberinto
La catalogación del británico Danny Boyle como uno de los grandes cineastas de la actualidad fue menos la consecuencia de la aplicación de una marca personal a lo largo de su carrera que de la pertinencia de su forma habitual a una historia particular: el tono fabulesco de Slumdog Millionaire, ganadora de ocho Oscar en 2009, avalaba una puesta en escena recargada, la estilización cromática, el montaje frenético e incluso el inverosímil interno del relato. El problema es que, desde entonces, el director de Trainspotting cree que reiteración es sinónimo de autorismo y se dedica a replicar su parafernalia visual más allá de la funcionalidad o no con la historia que se cuenta. Ya lo había hecho en la fallida y canchera 127 horas y ahora reincide con esta versión menos mastodóntica pero más agujereada e involuntariamente cómica de El origen que es En trance.
Como en el engaña-pichanga de su compatriota Christopher Nolan, el film de Boyle manifiesta su confusión entre lo complejo y lo retorcido, exhibiendo orgullosamente las bases de un dispositivo supuestamente enrevesado, cuando en realidad se trata de pura pirotecnia pergeñada desde guiones aptos para el consumo masivo. Y en ese sentido, el de Joe Ahearne y John Hodge –el primero, director de la miniserie homónima de la BBC en la que se basa el film; el segundo, viejo conocido de Boyle desde Trainspotting y La playa– cumple con creces. Al fin y al cabo, el asunto podría resumirse en un subastador de una galería de arte yendo a una hipnotista luego de recibir un buen golpe en la cabeza durante el robo de un Goya en pleno remate. ¿Estrés postraumático? Nada de eso: el buen Simon (James McAvoy) era parte fundamental de la banda y el coscorrón le hizo olvidar la locación del cuadro que él mismo se llevó, generando un malestar bastante notorio en el capataz del grupo (Vincent Cassel). Ultimo pero no menos importante, la doctora en cuestión (Rosario Dawson), alertada de los fines espurios de su contratación, irá por una tajada del botín.
Hay que reconocer que el primer cuarto del film funciona, en parte porque la verborragia visual y narrativa de Boyle hacen del robo un acto ligero e incluso disfrutable. Después vendrán las sesiones de hipnosis y los consecuentes embrollos psicofísicos del protagonista, quien lentamente se imbuye en un derrotero de confusión entre realidad, meta-realidad, meta-meta-realidad y todos sus puntos intermedios. Confusión que el film no logra transmitir mediante decisiones visuales (los encuadres, la utilización de los vidrios y espejos, los colores saturados, por ejemplo), sino de un guión vaciado de lógica interna y concentrado únicamente en apilar vueltas de tuerca. Pero a no preocuparse demasiado, ya que el film se autoexplica durante los últimos minutos, no sea cosa que algún espectador poco atento se pierda en el laberíntico recorrido por los distintos niveles del inconsciente.