La nueva película de Danny Boyle no sólo trata sobre la hipnosis sino que es en sí misma un ejercicio del encantamiento y la seducción. Pero también es un film sobre engaños e ilusiones; un relato acerca del poder de construir imágenes para, una vez ahí dentro, dar paso libre a lo imprevisto. Así es como se revela, capa tras capa, el conjunto de hipótesis y enigmas que se deshacen al mismo tiempo en que los personajes dejan caer sus máscaras. Pero, más allá del ingenio y de lo atractivo del mundo de desconciertos en que nos sumerge En trance, hay una especie de sombra invisible que recorre las escenas e hilvana en silencio una segunda trama. Esa esencia transversal en que la película de Boyle encuentra un ritmo propio y que logra crear una hipnosis ciega e intensa a la vez no es otra que el deseo.
Por eso es que En trance no es tanto una historia sobre el robo de una obra de arte como la pintura de un mundo cuyo impulso de poseer comienza y termina en el deseo por el otro, como una tensión entre cuerpos que se repele y se distrae con auras diversos y que al final se rinde ante la belleza humana. Así, Simon (James McAvoy) es el violento que sufre una pérdida de memoria pero que sin embargo vuelve a obsesionarse con su ex Elisabeth (Rosario Dawson). Elisabeth es la mujer golpeada que retoma el vínculo con Simon y lo hipnotiza para que le consiga la famosa obra de arte. Franck (Vincent Cassel), a la vez aliado y enemigo de Simon, quiere poseer el cuadro pero mucho más quiere a Elisabeth. Y lo mejor de este enredo de criaturas desbordadas por anhelos febriles y casi caprichosos es que posterga su encuentro con lo moral, que sí se hace posible en la resolución. Sólo ahí se puede pensar que el robo del cuadro y todas sus consecuencias obedecían a un verdadero y cuestionable capricho; recién al final y después de que saciaran su apetito sexual es que aflora la violencia de Simon o la perversidad de Elisabeth.
Así es que la película revela aquella estructura que la sostiene y que no es más que un entramado de deseos carnales y estéticos cuyo peso sobrepasa al de cualquier otro aspecto (véase, sino, la gran impotencia de la tecnología en el film). Finalmente, esa es la fuente del gran poder hipnótico de En trance: un encantamiento que se desprende de la tensión entre cuerpos, un querer poseer implícito que, además, se parece a aquello que puede generar el arte cuando nos embruja y nos invita a entrar a otros mundos. Después de todo, puede que la película se parezca a la mitad superior de Vuelo de brujas, el cuadro de Goya robado por los protagonistas en que tres seres devoran a otro con un deseo monstruoso y voraz. La parte inferior, en la que dos hombres se tapan horrorizados los ojos y los oídos ya no cabe: el de Boyle es un film que pide ser visto con ojos bien abiertos, no para descifrar enigmas sino para disfrutar el pulso de su hipnosis oculta.