No mucho más que una única imagen hipnótica
O Danny Boyle se ha vuelto poco cineasta o quizás nunca lo fue demasiado. Nada raro pasa en sus últimas películas, tan conformistas, tan pendientes del gusto mediático. Quizás el momento bisagra si es que algo así es pensable lo ofrezca Slumdog millionaire ¿Quién quiere ser millonario?, con sus piruetas hindúes coloridas, tan turísticas como oscarizadas. Después, 127 horas, llena de buenas intenciones, aleccionadora, moralista. Posteriormente, el nombre de Boyle como atracción de marquesina para la puesta en escena de los juegos olímpicos en Londres. Y ahora: En trance.
El devenir expuesto ya prefigura algo; sintéticamente: pirotecnias varias para entrelazar juegos mentales que den con el escondite de la famosa pintura robada. A ver: James McAvoy es empleado en subastas de arte, acuerda con el malandra de Vincent Cassel un robo perfecto, pero un golpe en su cabeza termina por inutilizarle los recuerdos. Finalmente, la experta en hipnosis Rosario Dawson (o hipnótica, lo que es más cierto) es contactada para dar con el recoveco mental, allí donde McAvoy guarda su celoso secreto.
Hasta ahí, todo bien. Es más, el gusto por lo que sucederá prende de inmediato. Las secuencias iniciales son elípticas, con un montaje a veces caprichoso, sin raccord necesario, lo que permite entrever alguna falta de lógica que, en todo caso, augura una explicación mayor, para la que habrá que saber esperar (allí la trampa o, mejor, la sinceridad del film, porque no habrán más que sorpresas falsas). Además, la acción se plantea de forma brusca, desde un plan cuya ejecución es una suma de engranajes. Y también porque Cassel está justo, tiene el rostro más curtido en años, afilado y bien demarcado, como si lo hubiese dibujado Chester Gould (el creador de Dick Tracy).
Ahora bien, cuando el viaje de recuerdos comienza y el entrevero de memorias sucede, la película se vuelve más y más falsamente abstracta (acá la pseudo-sorpresa). Allí lo que no puede aceptarse, porque si de sustraerse a lo figurativo se trata, permitiendo al montaje procurar sinsentidos o resoluciones fortuitas, nada que hacer tienen las voces normalizadoras. Entre todas ellas, una se erigirá gradualmente, como voz total que será explicación final, razón para lo sucedido. Cuando se arribe a la conclusión, el espectador sabrá que nada de lo visto estuvo por fuera de otro plan tan premeditado como el del robo primero. Y lo que es peor, desde una justificación que -en teoría bienpensante- debiera ser atendible, de no ser porque se escuda en su corrección política.