Persiguiendo una historia
Danny Boyle es un director de búsquedas. Siempre construye relatos con personajes que andan persiguiendo algo y/o alguien, y esa pulsión por la exploración de los protagonistas se traslada a su estética, bastante revulsiva, donde intenta trascender la medianía y darle una vuelta de tuerca a los géneros. Paradójicamente, la identidad del cine de Boyle es la misma construcción de esa identidad.
Esto se ve en sus films, de eclécticas formas: Renton, el joven que es el centro narrativo de Trainspotting, trata de salir del lugar (físico, mental, social) donde está, para dirigirse a otra parte, en una historia que desde el vamos busca ser un retrato generacional; La playa es la denominación simbólica para una utopía y sus herramientas discursivas; los personajes de Exterminio tratan de encontrar un refugio cuasi existencial, con la cámara digital como dispositivo de resignificación de espacios antes poblados y ahora desiertos; Jamal en ¿Quién quiere ser millonario? se va definiendo como persona recorriendo un camino ya trazado de antemano, en cuento de hadas moderno que extrema la crueldad pero también los aspectos luminosos de ese tipo de narrativa; y en 127 horas, Aron Ralston se descubre a sí mismo recién cuando no puede moverse, cuando ya no tiene lugar hacia el que correr y huir, en una puesta en escena que a partir de la multiplicidad de ángulos intenta redefinir las típicas historias reales de supervivencia. Dentro de este panorama, no deja de ser llamativo el rotundo fracaso comercial de Sunshine-alerta solar, su mejor película pero también la más olvidada, con su tripulación de astronautas que buscan la inmortalidad a partir del sacrificio heroico, de la propia mortalidad, en una historia de ciencia ficción que se zambulle en la infinitud del espacio exterior.
En trance arranca como la típica película de robos, con Simon (James McAvoy) explicándole al espectador cómo las subastadoras de arte buscan proteger las obras con todas las medidas de seguridad posibles, al mismo tiempo que los ladrones van ampliando sus habilidades. Simon expone todos estos datos porque él, que supuestamente es el encargado de proteger esas obras, se ha dado vuelta y es la pata interna de la compañía que acordó con el bando de los criminales el robo de un cuadro de Goya. Sin embargo, durante el asalto Simon es golpeado y pierde parte de su memoria, por lo que no recuerda donde escondió la pintura. Cuando la banda de ladrones encabezada por Franck (Vincent Cassel) se convence de que perdió efectivamente la memoria, recurren a Elizabeth (Rosario Dawson), una hipnoterapeuta, para que le saque de una buena vez por todas la localización del cuadro. Ahí el film deriva hacia el lado del thriller, centrándose en el triángulo amoroso formado por Simon, Franck y Elizabeth.
No deja de ser llamativo cómo Boyle (y su película) se contagian de la problemática sufrida por Simon. Al igual que el personaje, que debe ir reconstruyendo fragmentos de su vida y siempre parece llegar a un punto ciego, donde su mirada no alcanza a vislumbrar toda la verdad y siempre queda a contramano, En trance no consigue hacer de la fragmentación una virtud, porque le cuesta una enormidad encontrar el tono justo. Durante casi todo el metraje nos sentimos alejados de los personajes, con los que es difícil identificarse a pesar de la solidez interpretativa de los actores. Recién cuando todas las piezas de la trama se ordenan, la verdad surge completa y la película muta en una tragedia romántica, es cuando el director puede pisar el acelerador a fondo, porque ya tiene un rumbo claro. Ahí vemos al mejor Boyle: excesivo, trascendental, épico, obsesionado con sus personajes obsesivos, contagiando al espectador con su potencia visual y narrativa.
En trance se recién se encuentra a sí misma sobre el final, y eso la salva del naufragio, incluso dejando una buena impresión. Sólo la reflexión posterior, más lejana, evidencia que no funciona como totalidad, aunque le deja el crédito abierto a Boyle.