La tentación de emocionar a toda costa.
No es la primera vez que el realizador galo aborda temas relacionados con la medicina y esta vez pone el foco en un médico rural enfrentado a una enfermedad terminal. Lo mejor pasa por sus momentos de realismo antes que lo ficcional.
Si los pergaminos laborales no incluyeran un primer largometraje con temática diversa, la filmografía de Thomas Lilti (médico además de director de cine) podría catalogarse como abiertamente terapéutica. Ya su anterior, y muy exitosa en Francia, Hippocrate (2014) elaboraba un relato de profesionales de la medicina en un gran hospital, con el tema de un padre experimentado y un hijo haciendo su primera residencia como núcleo de diversos conflictos, tanto familiares como laborales y éticos. Para En un lugar de Francia (título local del tipo comodín que poco le debe al original Medicina de campo), el realizador traslada la acción a un pueblo rural de la región de Normandía y reemplaza la consanguinidad por una filiación putativa. La primera escena presenta a Jean-Pierre, un médico rural de pura raza –absolutamente entregado a su vocación, disponible las 24 horas, conocedor y compasivo–, enfrentado a la realidad de un tumor cerebral que requiere inmediato tratamiento químico. De allí que su propio galeno le envíe a la recientemente recibida Natalie (Marianne Denicourt), una mujer no tan joven llegada de la ciudad, para que lo asista en sus consultas y emergencias cotidianas. Nuevamente, será ese el origen de colisiones varias que el relato irá limando hasta su secuencia de títulos de cierre.
Médecin de campagne es varias cosas al mismo tiempo. Por un lado, en su descripción de la abnegación del protagonista, resulta un canto no sólo a los médicos rurales sino a otra especie en vías de extinción: el doctor de familia, aquel que conoce los cuerpos y espíritus de los pacientes como las palmas de sus propias manos y es capaz de diagnosticar certeramente dolencias casi con los ojos cerrados. Por el otro, con su retrato de múltiples patologías y lesiones (y algunos de sus tratamientos, que el director seguramente incluye con conocimiento de causa y efecto), parece una respuesta menos bombástica, más “bajada a tierra”, de tanto drama hospitalario que la televisión viene poniendo en pantalla desde hace décadas con bastante popularidad. La historia personal de los personajes centrales hace que la película coquetee con la posibilidad del romance, aunque nunca termine de volcarse por ese camino, prefiriendo en cambio el choque de personalidades y la posibilidad de la atracción a pesar de las diferencias. Finalmente, el tema de la propia muerte reflejada en el fallecimiento de aquellos más cercanos sobrevuela durante gran parte del metraje, en particular cuando los padecimientos de un anciano que se resiste a abandonar su hogar para hospitalizarse ocupan el centro de la pantalla.
Si el esqueleto del film es cosa vista y probada –con las diversas subtramas e instancias sorpresivas diseñadas para mantener la atención del espectador–, lo mejor de En un lugar de Francia puede hallarse en sus momentos descriptivos, cuando la narración descansa por un rato y deja de empujar la trama, deteniéndose en la posibilidad de la descripción de ambientes y personajes, en los modos de vida del lugar. Esa forma de realismo cinematográfico que los franceses saben cocinar muy bien –y que tiñe las imágenes, por momentos, de un aire casi documental– le suma varios puntos a una película que, al mismo tiempo, no puede evitar obsesionarse con la idea de emocionar a toda costa. Precisamente por ello, a medida que comienzan a acechar las resoluciones, Lilti termina pisando el palito de la progresión dramática al uso, pagando por ello un precio: lo que podía ser misterioso se torna obvio y lo inesperado le cede el lugar a lo previsible.