François Cluzet es uno de los tipos más reales del cine francés. Hijo de un canillita, llamado por la vocación al ver a Jacques Brel en El hombre de la Mancha, Cluzet trabajó para directores como Claude Chabrol y Claire Denis, siempre con la capacidad de llegar a la audiencia como un hombre creíble. En este caso, Cluzet es Jean-Pierre Werner, un médico rural a quien diagnostican un tumor cerebral. En tales circunstancias, su supervisor le asigna a una asistente más joven y con menos experiencia, Nathalie Delezia (Marianne Denicourt), que despierta en Werner los clásicos síntomas de intolerancia ante un compañero novato. También previsiblemente, Nathalie siente atracción por el doctor maduro, pero la coquetería de Werner le impide blanquear su delicada situación, y en consecuencia mostrar sentimientos. Afín al prototipo del actor, las escenas de casos clínicos rurales (o lo que para Francia sería rural) tienen un enorme poder de realidad: se muestran llagas, suturas y pacientes con un pie en el otro lado representados por actores que no están mucho mejor. Si bien juega a seguro, la película tiene pinceladas. Tras un accidente de Werner, Nathalie lee de espaldas al doctor unas radiografías en el cuarto de revelado. En ese cuarto hay muchísima insinuación, alusiones y un magnífico poder simbólico del director Thomas Lilti.