Lejos del paraíso.
Un tipo practica la medicina en una región del África olvidada de la mano de cualquier dios; los enfermos llegan en camillas improvisadas por sus familiares o arrastrándose por sus propios, escasos medios para que el hombre blanco los atienda, les suministre un remedio y les susurre alguna cosa. De regreso a su hogar, en una Dinamarca bucólica, el buen hombre debe lidiar con su hijo que la está pasando mal en la escuela, víctima del bullyin promovido por un rubiote con pinta de nazi. El hombre ha intentado desde siempre inculcarle al chico valores pacifistas. Pero un compañerito nuevo, que acaba de llegar de Londres después de haber perdido a su madre y lo ha tomado bajo su protección, aparenta tener ideas muy diferentes al respecto. La escalada de resentimiento no se hace esperar y la violencia asoma de pronto la cara en cada recodo, no solo de la escuela sino del pueblo, y se complementa de modo sumario con réplicas en las escenas en las que el médico se desenvuelve en su trabajo en medio del paisaje africano. En un mundo mejor resulta por momentos la ilustración cabal de una conciencia culposa, que asume el mal como una sustancia cósmica, una mancha que nos toca a todos sin distinción y parece estar originada misteriosamente en nuestra propia condición falible. La enojosa vocación pedagógica de la directora Susanne Bier prácticamente se puede palpar en cada plano de la película: En un mundo mejor está constituida por una serie de espasmos fotografiados con una destreza inocua a través de los que se machaca acerca del carácter desoladoramente imperfecto del universo y se postula, de paso, una filosofía esencialista que hace del dolor humano una causa universal, por lo demás perdida de antemano. La película luce animada por una vitalidad mínima. Una concordancia escuálida se encarga de enlazar escena con escena y termina prestándole al conjunto la apariencia dudosa de eso que llamamos cine, con planos lujosos de niños desamparados corriendo en cámara lenta y cielos de una belleza estéril. Bier produce todo el tiempo un balbuceo desfalleciente que viene a ofrecerse como simulacro de denuncia: la película entrega bocanadas de una indignación vaporosa, suspiros retóricos a través de los cuales amaga decir algo medianamente contundente sobre el mundo, para perderse luego en el martirologio insustancial de sus personajes. La directora se muestra intempestiva en la descripción del horror circundante, como una predicadora anunciando el fin de los tiempos, pero sus intenciones caen pronto fulminadas por la fatal correspondencia entre el amaneramiento formal y la emoción clínica –pero finalmente vulgar– que afecta su película de punta a punta.