EL MUNDO DE TODOS
La última película de Susanne Bier retrata los conflictos en dos continentes distintos, en diferentes situaciones. En ambos casos el film reflexiona sobre la violencia y como actuar frente a ella.
¿Cómo se reacciona frente a la injusticia? ¿Se atiende a sus víctimas o se ataca a sus promotores? Frente a la prepotencia y a la intolerancia, ¿se ofrece la otra mejilla, o se responde con más violencia? ¿Es la mansedumbre señal de debilidad o de grandeza? ¿Es la venganza un signo de fortaleza o de barbarie? Cuando lo que se percibe como injusto está fuera de nuestro alcance, como el destino trágico, ¿a quién se culpa o se le pide explicación? ¿Cómo se evita que la impotencia se apodere del alma? Sobre todo esto reflexiona En un mundo mejor, el film de Susanne Bier que en la última entrega de los premios Oscar se llevó el galardón a la mejor película extranjera.
Anton es médico en un campamento de refugiados de un país africano. Allí está en contacto permanente con la pobreza y la marginación y convive con el terror impuesto por un mafioso local, que ataca y mutila a las jóvenes embarazadas. Debido a su trabajo Anton pasa largos períodos lejos de su familia, que vive en Dinamarca. Tanta ausencia y alguna infidelidad lo han distanciado de su mujer (a quien, no obstante, sigue amando), pero tiene una relación muy entrañable con sus hijos. Justamente a su hijo mayor, Elías, también le toca convivir en el colegio con un compañero cruel, que se burla de él y lo margina del grupo por su aspecto y origen. A ejemplo de Anton, el niño nunca devuelve las agresiones. Pero un día llega Christian, que ha venido desde Londres con su padre luego de que su madre muriera de cáncer. Christian está furioso con la vida por esa pérdida inexplicable y se identifica inmediatamente con Elías, a quien advierte débil y no duda en defender a los golpes. De a poco, la violencia va apareciendo como alternativa de solución frente a los conflictos. Tanto en las calles de Dinamarca, como en la lejana África, Anton deberá lidiar con situaciones límite –soportar la agresión gratuita, respetar su juramento hipocrático frente a quien no merece ser sanado- mientras su hijo también intenta decidir cómo hacerse valer, tal vez sin medir riesgos y consecuencias.
Todos estos seres atravesados por diferentes conflictos, que sufren, se cuestionan se desencuentran y se rescatan mutuamente, son capturados por la directora con gran agudeza y profunda sensibilidad. La cámara los sigue con sus movimientos en esos momentos tensos en que el entorno se desestabiliza y se vuelve hostil. Los escruta detalladamente a través de primerísimos planos cuando sus mundos privados son los que hacen crisis, como si sus rostros fueran la puerta de acceso a sus almas; y en este punto debemos destacar la labor de un elenco sobrio, que recrea a los personajes con gran expresividad y sin histrionismos (en especial Mikael Persbrandt en el papel de Anton y de Markus Rygaard y William Johnk Nielsen como Elías y Christian, respectivamente). Y utiliza el paisaje, más que como transición, como un elemento de amalgama entre los mundos. Al fundir en imágenes la árida tierra africana con la campiña danesa, al hermanarlas en el amarillo y dorado de sus suelos y el celeste de sus cielos, la directora no sólo viaja de una latitud a la otra, sino que expresa que los dilemas de los protagonistas son tan universales como propios de la naturaleza humana. Dice, de manera concreta y directa, que la marginación, la violencia y la injusticia están presentes en toda sociedad (con las particularidades de cada caso) y que el modo de lidiar con ellas es lo que marcará la diferencia y determinará que podamos vivir –o no- en un mundo mejor.