Extrañas criaturas
Después del norteamericano y -obviamente- del argentino, el cine francés debe ser el que más llega a las salas del país. Y eso se debe en buena parte a que todavía mantiene vivo cierto poder iconográfico, con una serie de nombres que se instalan fuertemente tanto en la categoría de autor como en la de creadores de masividad, como en la de mitos vivientes o artesanos más o menos competitivos. En definitiva, un cine industrial variado y complejo, que da una idea de cierto orden y ambición para instalar una presencia audiovisual en el mundo. En este contexto, una película como En un patio de París es una verdadera rareza. Bienvenida, más allá de que su resultado final sea un poco decepcionante en función de cómo se iban articulando los varios elementos que la integran.
En un patio de París es, también, un resumen de lo apuntado. Su director, Pierre Salvadori, es uno de esos artesanos más o menos efectivos, que viene a representar al cine francés menos exigente y más universalizado, ese de las comedias simpáticas y amables, y poco arriesgadas. Pero la película, además, se define a partir de sus dos protagonistas, Catherine Deneuve y Gustave Kervern; la primera la diva histórica, el segundo el referente de un cine incómodo y freak. En ese choque generacional pero también de registros y tonos, el film encuentra una cima de originalidad.
Decíamos de Deneuve, la diva por excelencia del cine galo. Una mujer que en su tercera edad tal vez haga menos películas brillantes que las que hacía antes, pero que sabe llevar su vejez con dignidad tanto personal como profesional. Y decíamos de Kervern, un director que en dupla con Benoît Delépine ha construido las comedias más deformes y revulsivas del cine francés contemporáneo (Aaltra, Mammuth). Ese cruce, entre la actriz consagrada y el referente cool, hace avanzar el film por un camino sinuoso, donde el acercamiento a un consorcio de vecinos bastante particular, resulta un muestrario melancólico y lunático, que tiene la distinción que le aporta Deneuve y mucho del grotesco oscurísimo que le da Kervern. Con todo esto, Salvadori sólo tiene que sumar las partes, pero se confunde al querer ir más allá y tratar de dejar alguna lección de vida un poco simplona.
Es verdad que algunas metáforas del film son la obviedad caminando -esa grieta que vuelve loca al personaje de Deneuve-, pero también es cierto que En un patio de París es una de esas películas que se valen de ciertos clichés para poner todo su esfuerzo en el desarrollo y la construcción de vínculos. Y ahí es donde triunfa, en cómo dispone a los personajes y cómo los va llevando progresivamente por el lado de una comedia contenida, pero no por eso menos efectiva; alocada en la psicología de sus criaturas pero sostenida bajo un manto de normalidad, que es en definitiva lo que busca su protagonista, Antoine: un músico depresivo que abandona todo y encuentra en un trabajo como portero de edificio ese espacio off de la sociedad que lo contiene y lo aísla de aquello que le hace daño. La película es un relato fragmentario que funciona a partir del entramado de personajes peculiares y las situaciones que se dan entre ellos, y que encuentra su mejor expresión cuando hace eso sin buscar un sentido, dejando ser a cada uno de esos propietarios e inquilinos, incluso sin juzgarlos en algunas decisiones que toman. Pero se traiciona a sí misma cuando pretende cerrar la historia con algún tipo de enseñanza, echando mano -incluso- a lo sacrificial. Ahí es donde lo libertario del asunto se siente más una pose que algo sentido, y donde el film de Salvadori pierde parte de la magia que la había sostenido hasta ese momento. Eso sí, Kervern está notable y su personaje es el que sostiene el conjunto.