Enamorándome de mi ex comienza con techos, uniformes tejas de color ladrillo es lo primero que se ve mientras corren los títulos, es una profecía: el techo es lo más alto a lo que va a llegar esta película. Es durante la primera hora en la que levanta vuelo y está muy bien: Jane y Jake (¿no existe la cacofonía en el inglés?) están divorciados hace unos diez años, tienen hijos grandes e independientes. Jake está casado con una mujer unos treinta años menor que él. Se sabe que Jane ha pasado años difíciles, que el divorcio no ha sido cosa sencilla y que la soledad pesa, y que más aún pesa esa joven y hermosa mujer del brazo de su ex marido con la que mantiene una cordial e hipócrita relación. No se sabe mucho de Jake y parece no importar demasiado. La fiesta de graduación de su hijo los junta en Nueva York y, alcohol mediante (en esta película, siempre que una mujer haga algo inesperado o impulsivo será bajo el efecto de alguna sustancia, como si se le rindiera homenaje a esa vieja excusa), los junta en una cama. Jane se quiere morir (un poco, quizá), Jake quiere seguir, entusiasmado por el recuerdo; y los que otrora estuvieron casados ahora se convierten en amantes de ocasión.
El problema (tanto para la película como para el desarrollo de la historia) es que hay que hacer algo con eso, resolverlo de alguna manera. Y como la espontaneidad no está permitida dentro de los márgenes de lo que podría llegar a ser moralmente reprochable, Jane no puede simplemente seguir encamándose con su amante que es su ex marido, y su ex marido entonces se enamora nuevamente de ella para volver justo donde estaban diez años atrás pero diez años después. Pero mientras, convenientemente, Jane conoce a un algo deslucido y divorciado arquitecto que tampoco está dispuesto a encamarse con alguien porque no quiere que le rompan el corazón otra vez. Y Jane tiene que decidirse, y se decide, no se puede decir que de manera arriesgada.
Pocas cosas me molestan más en las comedias románticas que los codos que borran lo que las manos escriben. Esas películas con bisagras bien pensantes que parecen reflexionar que todo lo anterior, bueno, no estaba del todo bien y mejor corregirlo. Enamorándome de mi ex es divertida, tiene buen timing, Baldwin y Streep están geniales juntos (y separados) y hasta los enredos, que no son particularmente brillantes, se desarrollan bien y con gracia, pero en un punto determinado Meyers corrige, afina el lápiz y reflexiona: no está bien tener amantes y menos si fue anteriormente tu marido, los hijos (boludos grandotes) pueden pensar cualquier cosa y quedar tristes y confundidos y no confiar nunca más en el amor y la familia que, se sabe, es lo más sagrado que no sé quién nos dio. No está bien ser adúltero y por eso la soledad es lo que éste se merece, y sí, huele a castigo. No está bien pasarlo bien si eso no es “lo correcto”. Pareciera que no se le puede dar un final a la película que no esté contemplado en el catálogo de la moral y las buenas costumbres. Y aburre y enoja (y eso que ni me detuve en el plano del rociador, véanlo ustedes mismos) ese golpe de timón absurdo y apestado de conservadurismo.