El Pink Floyd de los pobres
“Bienvenidos a Curuzú Cuatiá, la ciudad donde raramente ocurre algo. Y si ocurre vamos a tomarnos la molestia de negarlo. Sistemáticamente.” De esta forma, uno de los personajes que componen el coro de voces del documental Encandilan luces, viaje psicotrópico con Los Síquicos Litoraleños, define a esa ciudad ubicada en la provincia de Corrientes. Ese mismo es el ecosistema que produjo a los inclasificables Síquicos Litoraleños, banda de ¿rock? que de alguna manera da fe de lo certera que es aquella afirmación del comienzo. La pregunta surge sola: ¿quiénes son estos Síquicos Litoraleños? Para responderla, por suerte, existe esta película, ópera prima de Alejandro Gallo Bermúdez.
Se trata de una banda formada durante los primeros años del siglo XXI en esa ciudad que Manuel Belgrano fundó el mismo año de la Revolución de Mayo. A falta de mejores recursos alguien definió a Los Síquicos como “El Pink Floyd de los pobres”. Ese título nobiliario que pretende vincular a la realeza del rock con una agrupación surgida de lo más under del under, puede ser considerado un eslogan ingenioso para generar curiosidad o promocionar a la banda en cuestión, pero por cierto no les hace honor para nada. Los Síquicos son mucho menos que eso, pero sobre todo mucho más. ¿Pero mucho menos de qué? ¿Mucho más cómo? Justamente en el intento de abarcar el universo que hay entre ambas preguntas se encuentra el mérito de Encandilan Luces.
Debe decirse que Los Síquicos son un delirio absoluto mucho más cercano a bandas como Reynolds e incluso a lo más ruidoso de John Zorn, pero con una puesta en escena performática, humorística y kistch. Los Síquicos son como cinco Ziggy Stardust tuneados en un depósito de cotillón viejo. Pero lo que más llama la atención de ellos no es eso, sino la forma en que se convirtieron en un nodo cultural que absorbió la tradición chamamecera de la ciudad, para regurgitarla en algo que ellos bautizaron como "chipadelia", la simbiosis perfecta entre los sabrosos pancitos típicos de la cocina guaraní y lo más lisérgico de la psicodelia, hongos alucinógenos incluidos. Un combo que les permitió realizar un par de giras europeas. De todo eso se nutrió una pléyade de Salieris dispuestos a transmutar lo que era un impulso único e irrepetible, en una escena con identidad propia que convirtió a Curuzú Cuatiá en el centro de un universo aún por descubrir.
La película de Gallo Bermúdez de algún modo también tiene esa aspiración, intentando construir un relato cinematográfico que se alimente de esa estética síquica y litoraleña. Muchas veces lo consigue, generando momentos realmente extraños; en otros parece sobreactuar el delirio. A pesar de eso el documental le hace honor a sus protagonistas y deja entornada una puerta para que quien guste se atreva a descubrirlos.