Maldita omnisciencia
Enemigo invisible (Eye in the Sky, 2015) es un thriller sobre la conducción minuto a minuto de una operación secreta para fulminar a un terrorista que está planeando un inminente ataque suicida. El film es básicamente un gran chat grupal entre agentes, soldados, oficiales y políticos posicionados en distintas partes del mundo y a cargo de distintas facetas de la operación, y las decisiones críticas que deben ir tomando sobre la hora.
El “ojo en el cielo” del título es un drone que sobrevuela Nairobi, Kenya, espiando un aquelarre terrorista en pleno centro urbano. La idea es bombardearlos; la cuestión es calcular todas las variables y minimizar el daño colateral antes de dar la orden. La coronela Powell (Helen Mirren) comanda la misión desde Sussex, el general Benson (Alan Rickman) supervisa desde Londres junto a un grupo de políticos, el teniente Watts (Aaron Paul) pilotea el drone desde una base en Las Vegas y el agente Farah (Barkhad Abdi) se infiltra en territorio enemigo con una segunda cámara.
La primera parte de la película funciona como Dr. Insólito (Dr. Strangelove, 1964) pero sin sentido del humor – una interminable cadena burocrática de personas que por cobardía o reglamento se van pasando la pelota para arriba. El piloto remite a la coronela, la coronela remite al general, el general remite al ministro, etc. Nada de todo esto es particularmente atrapante, entre que ninguno de los personajes es desarrollado más allá de su cargo y el conflicto no sale de los tecnicismos protocolares.
Es cuando los dilemas dejan de ser legales o políticos y pasan a ser del orden moral que las verdaderas personalidades de cada uno salen a relucir y la película se pone interesante. Cuando la vida de una niña inocente es puesta en juego, la operación queda en jaque. ¿Qué porcentual de daño colateral es aceptable? ¿Vale la pena sacrificar una vida para salvar ochenta? ¿Es mejor hacer bien con un poco de mal o quedar bien y no hacer nada? Es como una película entera dedicada a la (tensa) escena de Francotirador (American Sniper, 2014) en la que Bradley Cooper elije entre matar a un niño o no, pero con menos heroísmos y más politiquería.
El pasamano de responsabilidades se va exacerbando desesperadamente, culminando con sendas llamadas al Ministro de Relaciones Exteriores (intoxicado por mariscos en Singapur) y el Secretario de Estado (jugando ping-pong en Beijing). Todos quieren resultados pero nadie quiere hacerse cargo de nada. Es un buen elenco, pero se halla apresado en papeles esquemáticos, dentro de una historia esquemática. No es hasta la segunda mitad que la historia remonta cuando finalmente hay algo valioso en juego.
Algo loable de la película: es consistente en su cometido de presentar la versión “realista” de una operación militar, con todas sus implicaciones desagradables. No hay lugar para clichés o soluciones fáciles. El guión de Guy Hibbert es impecable en este sentido, desde la inteligencia del diálogo hasta la decisión de no tomar partido ni hacer juicio de valores (salvo por el axioma que posiciona a ciertos países del mundo como sus guardianes y ejecutores). Y si bien el final no decepciona – es el tipo de final que merece la película – el último plano de todos es un golpe tan bajo que dan ganas de mandar a la película de vuelta a la sala de edición.