Ante un estreno, del llamado género bélico, como “Enemigo invisible” no se puede dejar de reflexionar sobre la capacidad del cine de anticiparse al futuro. Si es por eso, la cosa viene pesada y hasta desesperanzadora a juzgar por la forma en la cual los conflictos se resuelven. Ya había sido duro el estreno de “Máxima precisión” el año pasado. Aquella nos daba un acercamiento a un nuevo tipo de guerra. La que tira bombas expulsadas desde un dron operado a miles de kilómetros de distancia hacia un objetivo determinado. Ambas muestras dan cuenta de un tipo de lucha que no se libra cuerpo a cuerpo sino desde un anonimato tan impune e injustificado que provoca rechazo, bronca e impotencia.
Henos aquí frente a una segunda (de muchas más por venir seguramente) mirada sobre un mismo modus operandi. Esta vez han logrado instalar el dilema desde un costado mucho más humano, pues el verdadero conflicto no es sobre el enemigo sino sobre la manera de combatirlo.
Es cierto, también prima una idea central cuando se trata de una producción norteamericana: cuál es el país de turno que ostenta el título de “amenaza mundial”. En eso los yanquis son especialistas en panfletos, pero por suerte esta vez realmente se logra imponer la cuestión moral dentro de casa. Contrario a la relación claustrofóbica planteada en el estreno anteriormente mencionado (casi todo ocurría dentro de un espacio no mayor a un container de puerto), aquí las decisiones, pensamientos, elucubraciones y otras cuestiones se dan en un contraste de planos medios algo amplios, como si el entorno que rodea a cada personaje también fuese parte de la interpelación.
Gavin Hood logra extrapolar la guerra más allá del mero horizonte contextualmente político gracias al gran casting del elenco. Aaron Paul juega toda su capacidad actoral hacia la impotencia que vive su personaje como ejecutor de la “obediencia debida”, y Helen Mirren, lejos de la caracterización, eleva la apuesta al habitar su personaje como propio. Si uno no la conociera diría que es un soldado de experiencia que se prestó a hacer de sí misma. En ellos dos (y el aporte póstumo de Alan Rickman) es donde está la gran virtud de la película. La tensión y las altas dosis de suspenso arrebatador residen en las dicotomías que atraviesan los personajes, como si estuviesen en un cuadrilátero dispuesto adrede para enfrentar lo que se puede versus lo que se debe hacer.
Quedará lugar para la reflexión profunda porque el guión no se ocupa literalmente sobre la justificación de la guerra a partir de la tecnología presentada. En todo caso (tal vez peor) los avances sirven como motor para que la sociedad apruebe la idea de “defender la democracia con las armas”, pero sin arriesgar vidas propias. Haz mal, sin mirar a quién. Ojala fuese distinto.