Un anciano pasa por un elegante y clásico salón correteando vestido con un conjunto deportivo y luego lo vemos haciendo gimnasia. La fisonomía tarda unos segundos en devolver el semblante del gran compositor Ennio Morricone sin sus clásicos anteojos. La gimnasia alterna el ensayo orquestal en su estudio, atiborrado de papeles, mientras la cámara sigue al detalle la dirección a una orquesta invisible que luego se materializa en escena. De allí el recorrido se instala en la cronología que el mismo Ennio Morricone desarrolla desde los primeros contactos con la música de la mano de su padre trompetista. Pero los recuerdos se unen a la historia de la Italia de posguerra y la dura vida para una familia de artistas hasta que la figura del compositor Goffredo Petrassi se erige para el joven tanto como maestro como horizonte en el universo de la composición y también en una marca, a veces difícil, para toda la vida.
Pero la larga vida de Morricone, fallecido el 6 de julio de 2020 a los 91 años, permite asimismo a través de su figura realizar un racconto de la cultura italiana, en la cual el director de esta película -celebrado mundialmente por Cinema Paradiso- consigue nuevamente como en aquella ficción narrada en un cine de pueblo convocar la memoria sensible del espectador. Aquí lo hace desde un perfil documental que descubre a uno de los más grandes compositores de la historia del cine pero también uno de los más misteriosos en relación con su vida y a sus obsesiones como artista. El numeroso, y por momentos sorprendente, material audiovisual logra omitir la reiteración de las clásicas “voces aclamatorias” que existen en todo documental que busca exaltar las virtudes del biografiado.
La mirada iluminada de Morricone al referirse a la estructura musical de sus composiciones (sus inspiraciones en Bach para Por un puñado de dólares o en el compositor del barroco italiano Girolamo Frescobaldi para La batalla de Argelia); su emoción ante los recuerdos de la larga vida vivida y, un poco, ese perfil entre tímido y cascarrabias que devuelve en el momento de confesar sus pensamientos son un gran documento cinematográfico que, junto al manantial musical plenamente identificable de su usina creativa, constituyen un disfrute cinéfilo que se convierte de la mano de Tornatore en el reverso certero de aquella fábula que construyó hace más de tres décadas donde la fantasía creaba el homenaje al cine.
Aquí, el testimonio de la realidad de quien construyó parte de la memoria del cine italiano y su legado sonoro, sirven para que a través de infinitos testimonios de gran relevancia el cine brinde homenaje a Morricone. En definitiva, otro trabajador del cine como Alfredo (aquel operador de ilusión de Cinema Paradiso que delineó Philippe Noiret), pero que gracias a un talento único emergió de la larga lista de créditos de un film como una figura insoslayable y de existencia propia pero también como poderosa síntesis de aquella candorosa palabra que define y es definida como “cinefilia”.