Emmanuel Courcol es actor desde fines de los años 80, guionista desde hace dos décadas, y director desde hace una. Como tal tiene un corto, su ópera prima y esta película que llega a la Argentina cuando ya ha terminado la siguiente. Como primera anotación, entre los productores del film figura el histórico Robert Guédiguian (Marius y Jeanette, Al ataque!). Como segundo detalle, esta película pareciera cruzar esa influencia con el cine del no menos trascendente Laurent Cantet en su mirada a la crisis social, al problema educativo, a la exclusión. Pero Courcol afirma su posición a la realidad circundante a través de una comedia tributaria de los grandes nombres de la dramaturgia francesa, que enmarca la “cuestión social” a través de la sonrisa y la inteligente ironía. ¿De qué otro modo podría sintetizarse la historia de un actor sin suerte (un extraordinario Kad Merad) que consigue trabajos menores y es profesor de dramaturgia en la cárcel? Buscando un plan que le de sentido a esa vida entre rejas que se abren y cierran, consigue autorización para que su inexperimentado grupo de reclusos lleve a escena, fuera del penal, nada menos que Esperando a Godot, de Beckett. Parte de la trayectoria del director como actor pareciera contribuir con este relato basado en una historia real que no es la propia. Aunque previsible, logra una gran humanidad que consigue emocionar, hacer reír y dirigir una punzante mirada al prejuicio y al miedo al ridículo que todos llevamos dentro.
Mathieu Roussel es el director de la Alianza Francesa en Irkutsk, una de las principales ciudades en Siberia, una figura influyente en la comunidad aunque deba desarrollar su trabajo en una sociedad bastante cerrada y profundamente tradicionalista. Algo de eso se pone de manifiesto cuando organiza un espectáculo coreográfico que presenta en escena un sutil juego homoerótico que deja bastantes butacas vacías. De todo esto el espectador se entera luego de la primera aproximación que el film hace a la figura de Mathieu, cuando corre a través de un bosque y pasa a esa evocación de cinco meses atrás cuando aún no había sucedido la denuncia, el drama y la persecución que son la base de este relato hábilmente escrito por Jérôme Salle y Caryl Ferey. El título define los documentos, habitualmente fraguados, que suelen ser utilizados para destruir la reputación de alguien y que –de acuerdo a la narrativa presentada por Salle- son la resultante habitual de la manipulación inventada por los servicios secretos rusos. Eso le sucede a Mathieu con una denuncia que –de la mano del artículo 242 del Código Penal de la Federación de Rusia- lo deposita en la cárcel. Kompromat además plantea la corrupción policial, la manipulación de la Justicia y la ambigüedad política como elementos del debate contemporáneo que conviven con la trama en la cual Mathieu (un excelente Gilles Lellouche) intenta demostrar su inocencia para luego tomar otras determinaciones y además afirmar, incluso ante diplomáticos franceses, que no es un espía secreto. Pero si algo intenta el film de Salle es situarse también en el debate de la “cultura de la cancelación”, mostrando sus aristas más oscuras y cómo la manipulación mediática de características totalitarias consigue hacer mella en el entendimiento social gracias al miedo y a la imposibilidad del derecho a réplica ¿Qué es lo inteligente de Kompromat? Que todos esos elementos son incluidos sutilmente en una trama de espionaje bien manejada y de creciente tensión. ¿Qué es lo que desdibuja ese perfil tan directo? Un relato que comienza con toques “hitchcockianos” pero que progresivamente incluye una historia romántica que no termina de conseguir el necesario verosímil pese a que el rostro del amor lo encarne la bella actriz polaca Joanna Kulig (Ida, Cold War), quien representa asimismo a una joven rusa que sufre los sistemas de control social basados en la mentira y la impunidad. Dado el contexto mundial en el cual se estrena, y atendiendo a su leyenda “Inspirada muy libremente en hechos reales”, la película de Salle busca movilizar con su “impresión de realidad” pero resulta un contundente thriller muy bien contado, con un bien pormenorizado trabajo de las escenas de acción que funcionan como un mecanismo de relojería, si bien algunas son exclusivas de un cine muy lejos del verosímil desde el cual busca erigirse como relato. Kompromat propone y consigue entretener pero también dejar una reflexión sobre nuestra compleja contemporaneidad.
Heredero de la tradición del policial francés, que ha brindado una marca registrada y nombres de excepción, la inteligente película de Dominik Moll se desmarca de varias constantes del género pero logra atrapar los contenidos fundamentales que la colocan dentro de tan notable línea de continuidad donde –desde Melville hasta Chabrol– hay realizadores imprescindibles y –de Jean Gabin a Alain Delon– rostros tan identitarios de esta marca registrada que casi con cerrar los ojos se encuentran sus perfiles grabados a fuego en la memoria. ¿Es posible generar una nueva aproximación con ese pasado esplendoroso donde todo pareciera haberse dicho? ¿Es posible continuar una tradición sin repetirse pero evidenciando que el policial es netamente francés? Dominik Moll, director de Harry, un amigo que te quiere bien (2000), Lemming (2005) y Solo las bestias (2019), enuncia varias constantes de su cine en La noche del crimen (2022) pero, sobre todo, se entronca en la tradición brindando una óptica nueva sin traicionar esas fuentes. Así, desde sus intereses como realizador se repiten temas como la violencia hacia la mujer, la mirada al quiebre social y la complejidad de personajes que nunca se enuncian unidimensionales aunque su aparición en la pantalla sea por demás breve. Frente al caso de un asesinato aparecen los bucólicos paisajes “chabrolianos” (aquí en Grenoble), con sospechosos que mucho esconden y policías que en su rudeza encuentran ecos de aquellos legendarios policiales franceses de los 70 y 80, con la pesquisa policial como un rompecabezas difícil de resolver. Pero el espectador asiste, desde un primer momento, al conocimiento de que este caso real es parte de aquellos que quedaron sin resolución. Además de la referencia inevitable a Zodíaco de David Fincher, el relato explicita cómo la víctima de un caso de femicidio es puesta simbólicamente en un lugar de culpabilidad por parte de una sociedad anclada en el pasado y como todo es mirado desde una organización netamente masculina, como lo es la dependencia policial e incluso el juzgado interviniente, hasta que el tiempo pase y las estructuras cambien y consigo la amplitud de miradas. Un policial reflexivo, construido con un ritmo de relojería que resulta fascinante, y que descansa en la efectiva fotografía de Patrick Ghiringhelli que expone desde su paleta de tonos apagados cómo la sordidez que puede esconder un lugar bonito. Un brillante reparto donde se lucen Bouli Lanners como Marceau, el viejo policía tan apegado a las antiguas prácticas como al honor y a la psiquis torturada, quien acompaña al joven Yohan que lleva adelante la investigación, con un formidable rol a cargo de Bastien Bouillon quien ganó el premio César por este trabajo y aporta su elegancia actoral para un thriller inteligente, preciso y apasionante.
Con puntos de contacto con el cine del iraní Asghar Farhadi (Una separación, El pasado), el muy promisorio debut como realizador del montajista tunecino Mehdi M. Barsaoui merece destacarse en una cartelera cinematográfica cada vez más propensa a la uniformidad y el didactismo. El engaño, título con la que se conoce en nuestro medio a la -en origen- El hijo, rompe con los esquemas narrativos de preconceptos y dogmas morales como buena parte del cine de autor pero no desde una posición ideológica o de oposición ética, sino abrazándose a los conflictos y dilemas que en su complejidad reflejan los abismos de la existencia. ¿Cuánto puede hacerse para salvar la vida de un hijo? ¿Contra cuantos dilemas internos debe lucharse cuando la realidad es muy distinta a la que creíamos haber construido? Esas son parte de las preguntas que rodean al matrimonio constituido por Fares y Meriem cuando, en unas vacaciones en el sur de Túnez en el verano de 2011, accidentalmente se ven envueltos en una emboscada y su hijo de 11 años es gravemente herido. A consecuencia del disparo, el pequeño Aziz deberá recibir un transplante de hígado que confronta con el entramado familiar e instituciones degradadas por la corrupción y la burocracia en una sociedad poco afecta a la donación de órganos. En la perfección narrativa de la tragedia que expone, el realizador consigue que el relato se siga con el pulso de un film de suspenso frente a tantas realidades no dichas pero donde subyace el evidente sometimiento de la mujer.
Si asumimos que una labor de adaptación o traslación de una obra teatral al cine observa la necesaria traducción de sus contenidos de un lenguaje artístico a otro y que, por ello, da lugar a sus propias diferencias específicas, una gran divergencia surge cuando el calificativo “teatro filmado” define de manera negativa la aproximación elegida para una obra cinematográfica. Si bien en muchas ocasiones esta sentencia se manifiesta desde la lógica de un espacio cerrado y prácticamente único al que accede el espectador, en rigor el denominado “teatro filmado” como peyorativo puede enunciarse cuando ese tratamiento espacial se reduce pero, principalmente, cuando se evidencia la ausencia de los códigos específicos del lenguaje del cine o, en el mejor de los casos, cuando estos permanecen en un segundo plano en materia de expresión artística. Así existen obras que apelan al espacio casi indiferenciado y son grandes películas por la exploración que realizan de los valores centrales del cine y otras que quedan como el mero registro de algo que brilla mucho más en la escena teatral. Esto último sucede en la primera aproximación a La ballena, cuya clausura espacial se encuentra justificada en las limitaciones de desplazamiento que observa su protagonista Charlie, un profesor de literatura que enseña vía Zoom pero con su cámara apagada. No desea que los alumnos lo vean pero, sobre todo, que accedan a intuir un universo privado donde la depresión se expresa en la ingesta indiscriminada y en una mirada melancólica que señala el permanente duelo por partidas y equivocaciones que solo cree posibles saldar con la muerte. En ese living adaptado hasta lo imposible para suplir las deficiencias motoras de su protagonista aparecen un misionero que llega accidentalmente a su puerta, la amiga enfermera que busca torcer un rumbo inexorable, la hija con problemas de conducta y la madre con problemas de alcoholismo. Sin olvidar al repartidor de pizza, que tras la puerta siente curiosidad por descubrir a quien solo conoce por su voz. Y aquí comienzan los problemas de una película que nunca disimula su origen teatral hasta la artificialidad. Una galería de personajes secundarios que son arquetipos que en escena servirían para expresar conceptos simbólicos pero que en el lenguaje del cine convierten al conjunto en una narración de trazo grueso (la más evidente, la metáfora del título que vincula a la obra de Melville con el protagonista). Frente a una película construida en largos y altisonantes parlamentos que expresan los conflictos existenciales de esos personajes -que aparecen y desaparecen desde la lógica indisimulada del juego de puertas teatral- subyace la gran labor de Brendan Fraser en la mejor composición de su carrera, por la que es uno de los favoritos a llevarse el Oscar al mejor actor. Su Charlie condensa la frustración, soledad y autodestrucción con una sincera humanidad que nunca encuentra el miserabilismo efectista y manipulador de Darren Aronofsky en sus lecturas superficiales sobre los caminos posibles para la redención.
Rara representante de la poco explorada coproducción entre nuestro país y la -intramuros poderosa- industria del cine brasilero, es la realización de Carolina Markowicz la que devuelve también a nuestras pantallas a una cinematografía de gran calidad artística y meritoria historia, pero que en nuestro país se ve escasamente, más aún comparando el caudal de su producción. Por eso cualquier aparición en nuestras pantallas del cine rodado en Brasil merece celebrarse, más no sea para intuir sus contenidos y aunque los resultados no estén a la altura de la propuesta. Eso sucede, aunque solo en parte, con la historia de una familia rural que a duras penas atiende al abuelo enfermo hasta que recibe el ofrecimiento de alojar a un extranjero que resulta ser un prófugo. El solitario deberá convivir con la familia que se mantiene como puede con una rudimentaria fábrica de carbón y que intentará mantener valores de dignidad y tradición hasta que el criminal los confunda con su cotidiana -e incómoda para sí y para terceros- presencia. Y aquí es donde Carbón va del drama social hacia el humor negro y en ese cambio de horizonte discursivo confunde por momentos el tono de la película sin acertar en la variación de atmósfera que la trama plantea. Una delicada fotografía que explora la sordidez del ambiente y sólidas actuaciones -subyacen los protagónicos de Maeve Jinkings y César Bordón-, permiten que la crítica social tenga más relieve que la farsa teñida de negrura que envuelve por momentos los secretos que intentan mantenerse ocultos. El relato vuelve a cambiar de tono hacia un final inesperado y teñido de la violencia que late en esos marginales y postergados ambientes que el cine brasilero conoce y sabe mostrar con inteligencia desde los lejanos e inolvidables tiempos del Cinema Novo.
Colm Doherty es un músico de la isla irlandesa de Inisherin que, de la noche a la mañana, decide ignorar a su eterno compañero de copas, Pádraic Suilleabahin. En ese enclave todo es conocido, las caras son siempre las mismas y las guerras de la independencia irlandesa de comienzos del siglo XX son un eco lejano. Empero, más allá de ese vínculo de taberna, todo pareciera alejar a los amigos: Colm intenta cultivarse en las artes para componer melodías y vivir una existencia enfocada en los planes “importantes”, mientras que Pádraic es un joven inquieto y de pocas luces, con un corazón que lo hace ser querido por todos los habitantes de la isla. Pádraic no soporta que Colm lo ignore y reclama constantemente su atención hasta que llega una advertencia: cada vez que intente hablar con él, Colm se cortará un dedo. Es entonces cuando el honor vence a la empatía, el rencor se exacerba por sobre la amistad y el interés muta: cada vez resulta más importante la resistencia que las razones que contribuyeron al estado de situación. Martin McDonagh añade a la historia una serie de personajes secundarios que exacerban el pulso contenido de una sociedad presa del desencanto, como el sórdido y violento policía local Peadar; su hijo Dominic, que busca escapar de él; la hermana de Pádraic, Siobhán, cuya vía de escape son los libros y hasta la señora McCormick, la anciana que preanuncia tragedias como el curso de los vientos que golpean las ventanas de la taberna –como las banshees folclóricas del título original– donde se esconde la adicción al alcohol de una sociedad como su vía de escape. Pero por sobre una reflexión relacionada a cuestiones como la amistad y el egoísmo, la original narrativa de McDonagh descansa en una mirada sobre cómo el fantasma de la guerra convierte en sombra al espíritu humano y el modo en el que un terruño, merced a repetidas obsesiones, se transforma en un espacio cerrado modificando el horizonte en una rigurosa frontera. Donde cualquier realizador ahondaría en el drama, el cineasta convierte a Los espíritus de la isla en un relato que, hasta cierto punto, avanza a paso de humor negro e ingenio y cuando, asimismo, el espectador se confía en el hábil contrapunto de situaciones, todo cambia para recordar que los pesares de esos hombres siguen existiendo y que, además, no existe el drama con humor. El realizador se vale de un tratamiento cinematográfico donde la belleza visual no esconde una austeridad formal, lo que permite que la ligereza juegue con la profundidad de manera constante, y el juego de situaciones asimismo explicite los sentimientos contradictorios del dúo protagónico. Lo consigue gracias al peso propio de dos grandes intérpretes que ya habían compartido cartel en su célebre Escondidos en Brujas, demostrando una química actoral casi perfecta. Aquí, Colin Farrel, como Pádraic, y el Colm de Brendan Gleeson resultan perfectos con su exponencial imbricación en un conflicto inútil que muestra sus rostros compasivos y perversos, serenos y coléricos, bondadosos y malvados casi sin pausas para una sofisticada historia que, pese a algunas reiteraciones, descansa en los trazos más simples la enunciación de su oscura ironía: las mejores intenciones pueden conducirnos al peor de los infiernos. Fábula sobre el fin de una amistad enmarcada en el trasfondo de una guerra que de general y distante pareciera volverse doméstica en el áspero ida y vuelta de sus protagonistas, la crudeza con la cual McDonagh entrega una reflexión sobre el ciclo de la vida contribuye a convertir a Los espíritus de la isla en una ingeniosa y melancólica parábola sobre el desencanto. La originalidad de su tratamiento hace que su historia -repetida desde Caín y Abel, con su enseñanza sobre las consecuencias de los actos- sumada a la perfecta amalgama emocional de sus protagonistas brinda uno de los mejores trabajos de Martin McDonagh. Esos contrapuntos envuelven al espectador en las volcánicas sensaciones de un dúo protagónico magistral, que va desde la ligereza del ingenioso divertimento a la reflexiva profundidad emocional solo presente en los grandes relatos y en las grandes obras.
Cuatro hermanos nacidos en Murcia (de seis en total), fueron furor con sus laúdes desde su formación, hace un siglo, hasta el estallido de la Guerra Civil Española. En los años 40, el Cuarteto Aguilar se separó pero antes protagonizó la única película surrealista argentina, titulada Tararira (la bohemia de hoy), que contó con la dirección del escrito franco-rumano Benjamin Fondane. Tararira ha sido, y sigue siendo, una suerte de Santo Grial para archivistas e historiadores, tanto por su singularidad como por la imposibilidad de hallazgo. Por eso una parte del documental, por demás significativa, es el encuentro con la banda sonora de la película. ¿Quiénes son los Aguilar de hoy que protagonizan el relato? Los bisnietos de aquel célebre cuarteto. La historia de este hallazgo es significativa, pero Amparo Aguilar se hunde en las raíces familiares para encontrar respuestas a la propia genealogía además de retratar las convulsiones sociopolíticas de buena parte del siglo XX que -desde la República española hasta la Revolución cubana- encontraron a los Aguilar como protagonistas. El documental es personalísimo y, por momentos, las obsesiones intrafamiliares con sus neuróticas peleas no son tan trascendentes como la mirada a un siglo donde arte y política dieron grandes obras y enmarcaron grandes tragedias. La Tara rescata con espíritu lúdico, ameno e impronta surrealista, algo que no esconde desde su título: el encuentro de una mitad pero también los rastros de una obsesión.
Ante todo, una aclaración, esta película de Mateo Bendesky se titula El método Tangalanga y no “la vida del doctor Tangalanga” o como Jorge Rizzi creó a su personaje. Primero porque el Dr. Tangalanga de la vida real se llamaba Julio Victorio de Rissio, y no Jorge Rizzi, y el gran amor de la vida real se llamó Nora y no Clara. Tampoco un mentalista cambió la suerte del futuro bromista telefónico. Luego, la ficción se entrega a presentar trazos de la historia real cuando muestra al personaje en una empresa de productos cosméticos, o cómo comienza a grabar sus pesadas ocurrencias para entretener a un amigo convaleciente luego de que, por los azares de la vida, participe en un espectáculo donde la locuacidad vence a la inhibición. Locuacidad que se activa, sorpresivamente, ante un sonido presente en los viejos teléfonos a disco, o en el sonido del choque de la cristalería. La fábula con la cual se construye el origen mítico del álter ego del protagonista, casi como si fuera un súper-héroe típico del universo del cómic, permite que el abordaje de la sátira sea -si bien de una obviedad casi de manual- enteramente disfrutable. Contribuye a la creación de ese universo una dirección de arte cuidada al milímetro de Ana Cambre y Agustín Ravotti, mezclando una pátina de colores y texturas muy a tono con el espíritu festivo del Instituto Di Tella. Es entonces cuando puede intuirse que las vulgaridades verbales del Dr. Tangalanga son observadas desde la pantalla como parte del happening de los años 60, tomando dos elementos salientes de esa experiencia como son la ocurrencia y la improvisación. Fotográficamente, las paletas en Technicolor y el vestuario anclado en el contraste entre lo riguroso de los trajes de tonos oscuros y corbatas con nudo Windsor contra la moda Twiggy, participan de la caracterización de los roles que entrega la ficción. Dentro de ese universo, Martín Piroyansky como el tímido hasta la tartamudez que se desenfrena al teléfono resulta no solo convincente sino que se amalgama a los cómicos que hicieron historia en el cine nacional. Julieta Zylberberg entrega su encanto para los contrapuntos verbales que cautivan al enamorado Julio; Alan Sabbagh es Sixto, el amigo entrañable; Luis Rubio, el enfermero cómplice; Luis Machín, el dueño de la empresa que apuesta a su desconcertante empleado y Rafael Ferro, el responsable de la atención en la clínica a Sixto. Todos ellos entregan la solidez interpretativa habitual en su carrera. Resta decir que deslumbra, al nivel de un actor revelación, el carisma de Silvio Soldán como Taruffa el mentalista, aunque su debut en el cine se remonte a los tiempos que la película reconstruye. Previsible en su relato, novedosa en su aproximación, y regocijante como resultado es esta leyenda en derredor del Doctor Tangalanga, alguien que mezcló la elegancia del hablar de los 60 con la progresiva vulgaridad verbal que domina hoy, quien supo crear un superhéroe en el poder catalizador de la palabra.
Publicada por Carlo Collodi en 1883 en Firenze, Le avventure di Pinoccio es una de las obras más leídas de la literatura universal y más adaptadas de todos los tiempos. Convertida al teatro, llevada al ballet, versionada en ópera y además hecha cómic o radioteatro; el cine añade sus miradas al texto desde que, como anota la académica María Begoña Arbulu Barturen de la Università di Padova: “La primera traducción española de la obra fue publicada en enero de 1900 en Florencia por la editorial Bemporad. El título era Piñoncito o las aventuras de un títere y parece ser que se realizó por encargo del embajador de la Argentina en Roma, a quien la traducción está dedicada”. Ya entonces Luigi Bacci ofreció una versión muy libre con relación al libro original, algo que es un denominador común de las diversas aproximaciones que realizó el cine desde que en 1940 Walt Disney concretó la suya. Curiosidades del destino, el doblaje al español que aún se escucha es el que por encargo organizó Luis César Amadori con las voces de Mario González, Pablo Palitos, Miguel Gómez Bao y Norma Castillo. Con lo que una nueva visita, y nueva adaptación, del universo del clásico sobre el muñeco de madera hecho a escala humana que cobra vida no debe sorprender a nadie. Si deslumbra por la fascinante experiencia con la cual Del Toro hace su relectura de este clásico trasladándolo a la Italia fascista durante la Segunda Guerra Mundial y añadiéndole un prólogo que explica la tragedia desde la cual Gepetto comienza a realizar la talla. A diferencia de otros Pinochos de la historia, aquí la tosquedad y cierta fealdad pueden evocar, por ejemplo, las primeras sensaciones al ver al E.T. de Spielberg. Como aquel, el rostro adquiere un indubitable halo de la ternura sobre el perfil del monstruo temible. Porque además de un enorme prodigio técnico de la animación tradicional “cuadro a cuadro”, el cineasta mexicano reelabora la distorsionada fábula moralizante sobre la obediencia en la que otras adaptaciones y miradas convirtieron al cuento de Collodi a través del tiempo para convertirla en una lectura inteligente sobre el dolor, la pérdida, el vacío, la fe y la culpa pero también en una sensible aventura sobre la libertad, la aceptación y las relaciones humanas, los vínculos afectivos y la construcción del parentesco filial. Tierna y macabra, alegre y triste, sensible y desafiante consigue un vigoroso cuento de hadas sazonado con humor y además algunas canciones, quizás no del todo oportunas siempre, pero efectivas gracias a la inteligente partitura del gran Alexandre Desplat que otorga vuelo musical al conjunto. Las voces originales dan gran densidad dramática a esta joya animada. La posibilidad de su disfrute en pantalla grande –a partir del 9 de diciembre estará disponible en Netflix–permite apreciar al milímetro los detalles con los que del Toro construyó la gran imaginería visual de este Pinocho y otro formato sería un reduccionismo estético. No es recomendable para niños: sí lo es para aquellos niños que quedaron escondidos dentro de cada espectador adulto.