Gaspar Noé, más que un simple cineasta, es un artista integral, un creador en estado puro, capaz de proponer un volumen expresivo y estético que acaso excedan el formato del cine. La extraordinaria, trascendente y perturbadora Irreversible es un hito cinematográfico y ahora con Enter the Void alcanza nuevos logros creativos, extrañamente emparentados con la obra maestra de Wenders Las alas del deseo y quizás también con el Kubrick de 2001.
Unos títulos de apertura frenéticos, alucinógenos, psicodélicos, nipones, dan la pauta de una inminente y fuera de lo común vivencia cinematográfica. El arranque juega con dos carteles de neón, uno perteneciente a un aviso (Enter) y otro al nombre de una disco-café (The Void), pantalla de otros negocios, a pocas cuadras la casa del protagonista. Entre esas dos expresiones tintineantes deambula el noctámbulo Oscar, iniciático e inexperto dealer, incapaz de reconocer su propia condición de adicto. Su peregrinar será registrado en forma subjetiva y omnisciente, un ingrediente extremo que se mantendrá aún luego de su prematura muerte, donde la cámara ya no serán sus ojos -que en rigor ya no existen- sino su espalda, como cuando se cambia la perspectiva de un jugador de video game. Ambientada en una deslumbrante y a la vez inhóspita Tokyo, Enter the Void se introduce en un espíritu dolido, que indaga en su pasado y hurga en el presente de sus afectos, que dependían de él más de lo que se imaginaba. El segmento final, imbuido de erotismo, aporta conceptos energéticos y lumínicos (la luz que en todas sus formas serán parte esencial de ese viaje astral de Oscar).
Inclasificable, desmesurada, virtuosa, genial, en Enter the Void el espectador será parte de un viaje audiovisual pocas veces visto. Y que quizás no vuelva a experimentar en mucho tiempo.