Raro film que puede fascinar o crispar
Lo que para unos puede ser una experiencia fascinante, para muchos otros será, sin duda, un sufrimiento arduo, agotador, que crispa los nervios, saturado de colores fuertes, imágenes desagradables, algo de porno chocante, música penetrante, y que encima no termina nunca. Dura más de 150 minutos. Los primeros diez cansan la vista, entre medio hay una hora de discutible existencia, la cámara suele moverse más de lo tolerable y es enteramente subjetiva, pero alternando con tanta desgracia hay momentos geniales capaces de causar asombro, composiciones visuales absorbentes, de admirable trabajo, una fuerte inmersión en sensaciones intensas que no piden mayor razonamiento, sino solo dejarse llevar por la contemplación y el sentimiento, y la última media hora es de veras atrapante.
La historia cabe en pocas líneas. El alma de un pequeño dealer moribundo evoca recuerdos dispersos, sobrevuela la noche de Tokio, se aflige por la hermana que quedará más o menos desamparada, y encuentra en quien reencarnarse. La chica es una stripper casi adolescente sumergida en un lugar malsano, él es apenas un toxicómano joven y medio ingenuo, ambos son huérfanos desde chicos a causa de un accidente automovilístico. Avanzaron en la vida como pudieron, pero juntos. De sus pocas lecturas, él estaba siguiendo una, el «Bardo Thodol», el libro tibetano de los muertos.
El alma seguirá el proceso que el moribundo había leído en ese libro. Eso explica las tres clases de cámara subjetiva que se aplican sucesivamente en la historia, a medida que el alma se va despegando del cuerpo, y explica también otras cosas, no precisamente en forma cartesiana. El autor de esta singular experiencia artística es Gaspar Noé, el de la singularísima «Irreversible», que está haciendo en el cine obras tan fuertes y reveladoras como las que su padre, Luis Felipe Noé, ha hecho en la pintura, cada cual a su modo. Y los fotógrafos que en este caso ayudan a Gaspar a entregarnos lo que él mismo define como «un melodrama alucinógeno», son los notables Benoit Debie y, sobre todo, Thorsten Fleisch, por cuyas elaboradas e hipnóticas abstracciones vale la pena soportar ciertos planos chocantes, y ver la película hasta el final en pantalla grande. Pero cuidado, no conviene comer nada antes ni durante la proyección.