Entrar al vacío (literalmente)
Para un agnóstico como yo, el cine de tipos como Gaspar Noé (o Alejandro González Iñárritu, o Lars Von Trier) es como tener que soportar un día entero a pura misa. No me malinterpreten: puedo no compartir los preceptos de las diversas religiones, pero no dejan de ser puntos de vista sobre la existencia humana. Las que realmente me alteran son las instituciones, de esas que se ponen nombres con mayúscula, como la Iglesia. Me sacan de quicio porque pretenden invadir la privacidad de todos los individuos, porque creen que su opinión es la única que vale y te condenan si pensás distinto. Encima, hay que admitir que en muchos casos tienen la fuerza del lobby y el marketing de su lado: políticos, publicistas, periodistas, comunicadores de todo tipo los ayudan a expandirse, y no tienen pruritos en recurrir a las peores tácticas para lograr sus propósitos.
Pues bien, el realizador de Sólo contra todos e Irreversible, con sus aires de profeta sabelotodo, tiene una prepotencia cinematográfica (en el peor sentido del término) sostenida por un gigante como es el Festival de Cannes (donde presentó toda su obra), una entidad que, al igual que los Oscar, ha sabido crear e inflar a cineastas que poco han hecho para merecerse tanto prestigio. Encima, Noé es al cine como la Iglesia a la religión: invasivo, arbitrario, manipulador y con una mirada asquerosa, casi repulsiva sobre el mundo en que vivimos. Uno por momentos tiene ganas de decirle “che, ya sé que el mundo no es un lugar pleno de felicidad, pero tampoco para tanto”.
Lo llamativo es que indudablemente posee talento y sabe cómo manejar las herramientas fílmicas: en sus films se pueden apreciar toda clase de manierismos en la puesta en escena (los largos y complejos planos secuencia son unos de sus recursos favoritos) y el montaje (que se percibe extremadamente planificado). El problema es que todo ese conocimiento y habilidad formal están puestos al servicio de una nada absoluta, que sólo busca provocar y generar polémica, aunque no haya una verdadera discusión de fondo.
Lamentablemente, Enter the void sigue la misma tónica: una premisa supuestamente ambiciosa, con un joven dealer en Tokio que fallece en un tiroteo, para que luego su espíritu decida permanecer en este mundo, observando las desventuras de su hermana y rememorando los distintos acontecimientos que marcaron su vida, con referencias al Libro Tibetano de los Muertos, imágenes lisérgicas de todo tipo, grandes planos secuencia flotantes y pasajes con cámara subjetiva incluidos. Pero claro, también tenemos las crueldades gratuitas de turno (un aborto en primer plano, por ejemplo), bajadas de línea supuestamente sabias pero que dicen las mismas tonterías de siempre y la utilización de los personajes como títeres en pos de un mensaje. El relato termina siendo como la traducción de su título: una entrada al vacío.
Pretencioso sin lograr sus objetivos, queriendo ser un melodrama contemporáneo pero mostrándose incapaz de conmover, Enter the void (y, obviamente, su autor, Gaspar Noé) quiere impactar en el corazón, pero sólo lo hace en la cabeza. Es que, después de sus 160 minutos, el espectador termina con un dolor de cabeza que ni les cuento. Un Migral, ahí.