LA CLOACA DEL CINE
Una vez más, un cineasta ofrece con una irresponsabilidad casi enfermiza una obra pretenciosa y sórdida, intentando vender eso como arte. Lamentablemente, aun sigue convenciendo a algunos. Esperemos –deseamos- que ésta sea la última vez.
Es posible que el responsable de Enter the Void haya soñado con provocar furia. Tal vez su máxima aspiración sea la de molestar, espantar a los burgueses, como se dice. Pero seamos sinceros, no todo lo que está hecho para irritar es bueno. De hecho, si la intención es solo esa, su pequeñez es doblemente ofensiva. Cuando yo estudié cine en la Universidad de Buenos Aires recuerdo que cada vez que un ejercicio de algún alumno no le gustaba a nadie, inmediatamente éste se defendía con: “Yo intenté irritar”. Con el correr de las clases, eso se convirtió en un chiste interno. Es decir, ante la mediocridad y la falta de ideas, la puerta de salida más fácil siempre es: “yo quise irritar”. Claro que algunos dedican toda su energía a solamente eso. Y no hablemos de directores como Lars von Trier, cuyas habilidades de cineasta le permiten irritar con efectividad inquietante, aceptemos o no su discurso y sus ideas. Enter the Void está dirigida por alguien que no sabe contar historias, que filma de forma arbitraria, ampulosa pero repetitiva hasta el aburrimiento. Irrita, sí, pero no con el contenido, sino con su forma torpe de hacerse el artista, robando las peores características de Stanley Kubrick o directamente toda la secuencia de títulos a Jean-Luc Godard. Pero no le reclamemos a este individuo sus alegres plagios, ni Kubrick ni Godard habrían filmado jamás una vergüenza cinematográfica como Enter the Void .
Sus largos planos secuencia en cenital convierten a Enter the Void en una película que se halla al borde de producir risa. Sin embargo, el aburrimiento se impone casi todo el tiempo. Si bien algunos planos delirantes pueden invitar a reír, la mayoría de las veces se abren paso otros que de tan abyectos eliminan cualquier chance de vivir ligeramente esta experiencia soporífera y bochornosa. Tal vez le produciría mucha emoción al director que enumeráramos la cantidad de momentos sórdidos, shockeantes o explícitos, pero no es necesario perder el tiempo. Un despliegue de maldad insolente e infantil se combina con una maldad estúpida digna de un canalla. Hablamos, exclusivamente, del que dirigió la película, que tal vez no sea así fuera de la pantalla. Dentro de la pantalla, su cine es el enemigo del espectador (y del cine mismo). Esta cloaca cinematográfica es coherente. Su sordidez malsana es acompañada por una puesta en escena digna de un inodoro de bar. Lo único aparentemente rescatable, los títulos del comienzo, están inspirados en Una mujer es una mujer, de Jean-Luc Godard, un recurso ya usado en otras ocasiones. En el festival de Cannes, donde se presentó –¡increíblemente sin haber sido vista antes!- este film, el director no llegó a entregarla con los títulos. Así que no solo sufrieron una versión más larga de este bodrio de 160 minutos, sino que no pudieron disfrutar de su secuencia de títulos robada. Así es cómo se alimenta a estos directores malos en lugar de abandonarlos cuanto antes en un merecido olvido.