De cómo echar por tierra una buena idea
La película tiene un único protagonista, que despierta en el féretro en el que fue enterrado vivo. En esas condiciones, y rodado en tiempo real, el film genera suspenso, pero el remate es una ocurrencia frívola.
A lo largo de más de un siglo, al llamado “cine de entretenimiento” no le tembló la mano a la hora de emprender las más arriesgadas experimentaciones narrativas. Hubo una película rodada sin otro corte de cámara que el impuesto por los cambios de rollo (Festín diabólico, de Hitchcock, 1948), una sin un solo diálogo (El ladrón, 1952), una filmada toda en subjetiva (La dama del lago, 1947), una toda dentro de un bote (Náufragos, de Hitchcock), otra narrada por un muerto (Sexto sentido), otra con la cronología invertida (Memento), varias que suceden en tiempo real y así. A esa serie de osadías, Enterrado, curiosa desde su propia gestación (es española, pero hablada en inglés), le suma un par más. La película del orensano Rodrigo Cortés tiene un único protagonista y transcurre en tiempo real, dentro del féretro en el que aquél fue enterrado vivo. En esas condiciones de total estrechez figurada y literal, Enterrado logra generar tensión, identificación, suspenso y emoción. Hasta que al director no se le ocurre mejor idea que rematarla con una ocurrencia tan frívola, que amenaza con reducir algo que es mucho más que un mero ejercicio de estilo en un chistecito cruel.
En el comienzo es la oscuridad. Oscuridad total, durante un tiempo que parece eterno. Una respiración ahogada primero, gemidos desesperados después. La llama de un zippo deja ver a un tipo amordazado y metido en una mortaja de madera. Por suerte tiene las manos libres: si no, no habría película. Se arranca la mordaza, encuentra un celular y empieza a usarlo, pidiendo rescate. Las luces del zippo y la pantalla iluminada del celu permiten que el espectador vea qué pasa. Las conversaciones por celular informan quién es el enterrado y cómo fue a parar allí. Se llama Paul Conroy, es camionero y su empresa lo mandó a Irak. El convoy en el que se desplazaba fue atacado y de ahí en más no supo más nada, hasta que se encontró dentro del ataúd. En algún momento, un llamado le pone plazo y precio a su vida. Si no consigue 5 millones de dólares en 90 minutos, lo matan. Fijado el plazo empieza la carrera contra el reloj, contra la falta de oxígeno, contra la claustrofobia y contra la lógica: ¿Qué posibilidad de salvación puede tener un tipo enterrado en algún lugar en medio del desierto, a años luz de casa?
El opus 2 de Cortés (su ópera prima de 2007, una comedia negra llamada Concursante estaba protagonizada por Leonardo Sbaraglia) no iría más allá del ejercicio de estilo, de no ser por el modo en que trabaja los mecanismos de identificación. El guión, escrito por un tal Chris Sparling, parte de una premisa próxima a la artificiosidad de El cubo, compartiendo con películas como El juego del miedo la idea de un manipulador que maneja al protagonista a distancia. En este caso, uno de los secuestradores, que se comunica con él vía celular, y al que la voz del español José Luis García Pérez le da un tono de árabe de caricatura. Que el malo esté pintado con trazo grueso no le quita factibilidad a la retorcida idea de que la víctima se grabe a sí misma con el celu, para difundir el video vía YouTube o Al Jazeera.
Que el protagonista no sea un soldado sino un simple contratista civil, que esté muerto de miedo, que descubra en qué situación está al mismo tiempo que el espectador, que lo que encuentre del otro lado de la línea sean contestadores automáticos, mensajes grabados, musiquita de espera, necedad burocrática e inhumanidad empresarial: todo ello permite que el espectador se ponga en el lugar de Conroy. Todo eso y la visceral actuación de Ryan Reynolds, que hasta a oscuras es capaz de transmitir la más convincente desesperación. Cortés les saca hasta la última gota de jugo a los precarios elementos con que cuenta, sirviéndose de ellos para hacer crecer la tensión y la identificación. Ayudado por una admirable fotografía de Eduard Grau y una partitura bernardhermanniana de Víctor Reyes, Cortés se muestra como un narrador que tiene lo que hay que tener.
Pero no todas las decisiones de Cortés parecen acertadas. En un par de momentos eleva la cámara hasta una posición imposible, para mostrar los bordes del nicho. ¿Para qué, si justamente la película obtiene su fuerza del encierro? En otro se deja tentar por una serpiente que en Indiana Jones sería graciosa y aquí es innecesaria. Más cuestionables son, en términos de ética narrativa, una tramposa fantasía del protagonista y sobre todo el remate, versión dark de las joditas de Tinelli. Si el pifio echa por tierra (con perdón por el símil) todo lo anterior, o si aun así lo que hubo hasta allí valió la pena, es algo que este crítico no está en condiciones de decidir por el momento.