La ópera prima de la joven directora israelí Miya Hatav se centra en una historia que parece pequeña, pero despliega numerosas aristas para reflexionar.
Bina (Maya Gasner) es una mujer religiosa de Jerusalem que se reencuentra tras varios años con su hijo Oliel, quien fue herido en un ataque terrorista. En el hospital conoce a Amal (María Zreik), una joven que supuestamente está cuidando a un familiar. Allí entablan una relación que les permite atravesar el momento, mientras descubren un secreto que las une.
Entre dos mundos (Bein Haolamot, 2016) refleja lo que producen las diferencias religiosas en la sociedad. En la película está reducido a una familia religiosa que no acepta que su hijo haya adoptado otras costumbres; y ni siquiera frente a la posibilidad de perderlo respetan sus decisiones.
Hatav consigue que el argumento traspase la pantalla y cautive al espectador. Los planos elegidos, las miradas de los intérpretes y el lugar que ocupa el silencio en algunas escenas confluyen en un todo más que efectivo. La historia es rica en sí misma y, como ejemplo, la problemática puede trasladarse a otras estructuras con otros actores.
Sin embargo, Entre dos mundos se queda justamente en eso: entre ser una excelente película o sólo el intento. Porque el abrupto final le entrega al público la responsabilidad de imaginarlo.