Distintas voces y personalidades del mundo académico hablan a cámara y dan su veredicto en torno a un libro x. Hablan de él como una pieza anómala de la literatura nacional, injustamente relegada del catálogo de los clásicos. Lo comparan con La Guerra y la paz y con Ana Karenina. Incluso algunos se animan a estamparle el mote de la mejor novela argentina jamás escrita. Del autor dicen que contaba con la ambición de Charles Dickens, que es el heredero de Roberto Arlt y que, como buen escritor maldito, encontró en el suicidio la única salida a sus tribulaciones. El libro en cuestión se llama El traductor, una obra magnánima, densa, de 600 páginas, que fue rebotada por varios premios literarios debido a su complejidad, y donde, dicen, se cuenta la década del noventa como nadie más la pudo haber contado pero que recién logró ver la luz una vez que su autor murió. Lo que inicia como un documental centrado en torno a una misteriosa novela rápidamente es interrumpido por una placa y por nuevos personajes que comienzan poco a poco a perforar en la intimidad de quien la escribió. El cráneo detrás es entonces Salvador Benesdra, un personaje poco conocido, extraviado del ámbito cultural al que quizás, su falta de popularidad, fue apenas otra de las razones por las que se lo ubicó en el agridulce estante de los autores de culto.
A partir de una minuciosa investigación Damián Finvarb y Ariel Borenstein proponen en Entre gatos universalmente pardos una aguda reconstrucción de su personalidad casi siempre a partir de anécdotas y comentarios de aquellos que lo conocieron de más cerca (digo casi siempre, porque entre las imágenes de archivo que circulan por la película también aparecen grabaciones de video caseras de Benesdra hablando frente a cámara a modo de soliloquio y confesionario). En este sentido, no deja de ser valiosa la amplitud con la que el documental consigue iluminar la vida del escritor: desde el mundo académico, sus amigos de la juventud, colegas de la psicología, compañeros del trotskismo, sus parejas y sobretodo sus ex compañeros de Página12. El trabajo en la redacción le permitió en primer lugar, drenar en la escritura de notas periodísticas una celebrada erudición -gozaba de un vasto conocimiento enciclopédico, de una excelente oratoria y hablaba siete idiomas- y a su vez, mantener viva, a través de la participación en asambleas laborales, de una militancia política iniciada en el secundario y continuada en la universidad.
Para un intelectual de izquierda, que se ilusionó con los ecos que dejaba la Revolución Cubana mientras aprendía a armar bombas molotv en plena dictadura de Onganía, la caída del muro de Berlín debió tener un impacto por demás grave. En ese contexto de principios de los noventa, donde el concepto de ideología veía su fin y las alternativas al capitalismo quedaban descartadas en el cajón de las utopías, Benesdra va gestando El traductor, aprovecha los tiempos muertos en el trabajo o viaja a Uruguay, al balneario de Arachania en busca de inspiración. Sin embargo, el rechazo de la obra en los concursos literarios sumado a su despido de Página12 provocó que la locura fuera ocupando de a poco cada rincón de su cerebro. Una inestabilidad mental que agrega otra pata más a la biografía ya que fue una característica que lo acompañó a lo largo de toda su vida en intensos y esporádicos brotes. En uno terminó en un psiquiátrico en París agitando a los pacientes a favor de la desmanicomialización. En otro, ocurrido en plena redacción del diario, sufrió un delirio marxista convencido de que las masas se dirigían a Plaza de Mayo para iniciar la revolución. En su último episodio, una profunda depresión lo llevó a tirarse de un octavo piso y cerrar con un moño negro una historia de vida compleja, pantanosa, de culto, a la que gracias al documental podemos acercarnos y recorrerla de una forma más diáfana.
Por Felix De Cunto
@felix_decunto