Algo anda mal. ¿Una película con Mel Gibson en la que el madman del título es otro y a él le toca hacer de un profesor sereno, sabio, cultor de la disciplina y padre de familia amoroso? Pero por favor. Uno piensa enseguida que si Mel Gibson va a interpretar a un profesor, el tipo no puede ser menos que el protagonista de El hombre sin rostro, su opera prima: un hombre desfigurado y consumido por el odio que vive alejado de la sociedad y que espanta a cualquier cristiano que trate de acercársele. Pero hay que saber esperar, nos sugiere la película, como si el espectador debiera ejercitar la misma paciencia que pregona su protagonista: a fin de cuentas, es posible que en Entre la razón y la locura haya más de un loco.
La cosa es simple: James Murray, un escocés que habla con un acento muy sonoro, es invitado a hacerse cargo del proyecto del diccionario de Oxford. Los encargados del asunto no están tan de acuerdo con la idea y desde el principio la empresa adquiere un aire improbable. La historia del diccionario por sí sola debería bastar para filmar muchas películas, cada una mejor y más poderosa que la anterior: se trata de un trabajo titánico que atravesó todo tipo de cambios, ajustes y ediciones hasta llegar a la primera versión en fascículos de 1895 tras haberse iniciado casi cuatro décadas antes. Digamos que el tema es de esos que se filman solos: únicamente con poner una cámara y reconstruir levemente la época ya se tiene una buena película en entre manos. La llegada de Murray al proyecto supone un cambio de estrategia: el hombre hace una volanteada invitando masivamente a participar de la confección del diccionario, y un equipo muy reducido de empleados a su cargo trabaja ordenando la información sobre palabras y términos que envía la gente por correo. Un crowdfunding analógico. Nada funciona del todo hasta que una misma persona manda una cantidad impresionante de palabras con sus respectivas trayectorias de sentido a lo largo de siglos y lenguas. El tipo resulta ser William Chester Minor, un cirujano estadounidense internado en un instituto psiquiátrico inglés después de haber cometido un asesinato durante una alucinación.
El contrapunto entre Murray y Minor es el corazón de la historia, pero el relato de Minor con sus ataques, su vida en el psiquiátrico y su búsqueda de redención despojan a la historia de Murray y de la creación del diccionario de una buena parte de su interés; el loco y su mundo son como un lastre, una carga muerta que hunde narrativamente a todo el relato. Uno tiene la impresión de estar viendo dos películas: una vital, fascinante, que transforma una hecho verdadero en un material puramente cinematográfico; la otra densa, morosa, lastimera y, para colmo, recargada con la sobreactuación del pesado de Sean Penn (hay un plano en el que el tipo grita mirando al cielo mientras un montón de personas lo agarran y la cámara lo observa desde arriba; parece una cita directa a Río místico, tal vez el único desliz de Eastwood como director). No, resulta claro para cualquiera que la historia de Murray podría haber ocupado la película entera (nota al pie: se sabe que hubo un litigio terrible entre Mel Gibson y la productora de la película: diferencias de criterios, decisiones que debían tomarse en conjunto con Icon y otros desaguisados hicieron que Gibson demandara a Voltage Pictures y que se negara a promocionar la película durante su estreno en Estados Unidos).
Además, el personaje de Mel Gibson encarna una locura infinitamente más honda e inquietante que la que Sean Penn trata de hacernos creer con sus tics y con su cara de eterno sufrimiento. Gibson es el profesor, sí, el que trabaja con la palabra, el que maneja una cantidad inverosímil de saberes e idiomas, el family man que provee alimento y cariño en dosis iguales, pero también es un obsesivo que persigue a sus ayudantes para mostrarles que siempre les falta algo: un dato, un siglo, una acepción, y que entonces un trabajo de varias semanas no sirve y deben empezar todo de nuevo. La de Murray es una tragedia narrada con discreción: un obsesivo sin remedio que se hace cargo nada menos que de la confección de un diccionario entero, una tarea visiblemente por encima de sus posibilidades y que amenaza con aplastarlo. El escocés se pasa todo el día sentado en su escritorio leyendo y corrigiendo, siguiendo pistas de términos a lo largo de siglos y geografías solo para perderles el rastro y tener que volver a comenzar la pesquisa. El tipo se queda dormido recién a la mañana, descansa un rato sobre la mesa y cuando se despierta sigue trabajando en el escritorio como si nada, sin siquiera levantarse a desayunar. Hay algo de borde (y de border) en el personaje que lo transforma rápidamente en una criatura hecha a la medida exacta de Mel Gibson: mientras que Penn tiene que gimotear y hablar con temblores para dar la talla de un desequilibrado, Gibson parece ser uno de los actores (y directores) que entiende verdaderamente la locura, que mejor sabe apropiársela y hacerla suya sin excesos ni golpes bajos, sin exagerar nada, como si los dos fueran viejos conocidos que vuelven a encontrarse hasta en las películas más improbables.